He perdido ya la cuenta de las veces que me he ido y he vuelto, cual oscura golondrina, y las emociones del viaje han dejado de ser motivo publicable en esta vuestra bitácora, porque qué os voy a contar que no sepáis ya de aeropuertos, equipajes, registros, y la vida pequeñita de los aviones.
Llevo ya dos semanas en suelo patrio, soleándome y mojándome alternativamente, informando de mi llegada a propios y extraños, aireando el piso, matando la nevera, recuperando las buenas costumbres (cafelito, lechuga del mercado, pescado fresco), y tropezando en socavones de las aceras. Vamos, que estoy en casa. Nada es igual, nada ha cambiado, etcétera.
Mi Moleskine, algo deprimida y ajada por tanto trajín, sólo tiene dos notas del viaje de regreso. Una es un breve pero sentido «Qué sueño tengo». La otra es una versión resumida de la anécdota que paso a contaros ahora, porque oye, habrá poco que contar, pero algo hay.
El lugar, Chicago O’Hare (aeropuerto internacional, oig). La hora, ni idea; andaba yo en pie desde las cuatro de la mañana, hora de Oregon, y ya no llevaba control alguno de las zonas horarias que llevaba cruzadas ni de las que me quedaban. Sólo sabía que tenía cosa de dos horas y pico de tiempo hasta el siguiente avión y un hambre que me autofagocitaba, de modo que, mientras recorría los largos pasillos acristalados y acerados y acondicionados, fui buscando algún comedero.
En USA, y más en Chicago O’Hare (aeropuerto internacional, oig), nunca faltan comederos. Los pasillos estaban embaldosados de falso mármol y falso granito y tapizados de aromas culinarios más o menos apetitosos y predominantemente cárnicos. Esquivando enormes cantidades de soldados con uniforme de camuflaje desértico, acabé decidiéndome por un restaurante de aspecto exquisito y carta con ensaladas.
La camarera -pintalabios púrpura, acento neoyorquino y modales maternales- me trajo una pirámide de Keops hecha de lechuga, col y pollo y salsa levemente picantita, que contemplé al principio con espanto pero que luego devoré con agrado. Mientras me aplicaba a la demolición de semejante Himalaya comestible, en la mesa de al lado se sentó un caballero elegante, de barba y pelo plateados y ropa pulcra y cara. La camarera acudió presta y este fue el diálogo que tuvo lugar:
– ¿Qué va a tomar?
– Una cerveza, por favor.
– ¿Me permite la identificación?
Aprovecharé el momento de silencio atónito que siguió para explicar, a quienes aún no lo sepan, que en USA lo de no vender alcohol a menores se toma muy en serio y que a poco que aparentes tener menos de 21 años debes ir carnet de conducir en ristre para que acepten venderte cerveza o similares. Se tiende a errar por exceso, pero yo jamás había visto pedir identificación a alguien tan obviamente mayor de edad. Era un poco como pedírsela a Gandalf.
El caballero, tras la pausa, murmuró un «por supuesto» y ofreció la documentación requerida. La camarera la miró, hizo un rápido cálculo mental a partir de la fecha de nacimiento, asintió breve pero enfáticamente y se retiró. El caballero y yo intercambiamos una mirada cómplice, con esa sonrisa confusa que se nos pone cuando la vida se vuelve surreal sin avisar.
– No parece usted un día mayor de los veintiuno -le aseguré.
– Me han alegrado el día -replicó él, sonriendo.
La cerveza llegó y yo terminé mi ensalada. El aeropuerto nos separó para siempre, pero durante todo el resto del viaje flotó a mi alrededor un aura de divertida irrealidad.