A pesar de haber sido previamente contaminada por las películas de la Hammer, por los tebeos y por la imaginería popular, mi visión de Drácula cambió para mejor desde el instante en que me leí la novela de Bram Stoker. Tras terminarla, cualquier versión technicolor del Conde vestido de smoking con la capa forrada de raso escarlata se quedó plana, pálida, y pueril, comparada con la que Stoker describe. Por no hablar del resto de los personajes, que de pronto pasaron de ser excusas para que el Bien triunfara contra el Mal a ser personajes sólidos, reales, con carácter, con entidad, desde Van Helsing a Mina Murray. Para mí no hay otro vampiro literario que el de Stoker, y ninguna adaptación cinematográfica se le acerca (la de Coppola es muy bonita, pero falla, falla, falla estrepitosamente con los personajes).
Drácula es una gran novela. Está contada en un estilo muy original: no hay narrador omnisciente, todo son extractos de diarios taquigrafiados o grabados en fonógrafo, recortes de periódico, cartas. No sólo eso, sino que cada narrador tiene su propia voz y su propio estilo, sus manías y su manera de expresarse. Y además, Stoker se las apaña para regalarnos algunos de los ejemplos de descripción más eficaces y escalofriantes, sobre todo en las partes de la novela que hablan de Whitby.
Whitby fue el puerto que eligió el Conde para su llegada a Inglaterra. Uno esperaría que la llegada del vampyr más famoso del mundo fuera motivo de mucho miedo y tal. Pero los habitantes de Whitby estaban ya curados de espanto.
Porque, veréis: Stoker describió perfectamente el pueblo, con su abadía ruinosa en lo alto, y los ciento noventa y nueve escalones que bajan hasta las frías aguas de la bahía (algunos son lápidas de sepulcro). Ya de por sí, el lugarcito se las trae. Stoker incluso tomó de la realidad (bueno, con muchas licencias) la espectacular llegada del Conde a Whitby: el enorme perro negro que saltó desde un barco que llegó a Whitby tripulado por un capitán muerto. Lo que Stoker no contó es esto:
El cementerio de Whitby está al lado de la abadía, en una colina elevada que acaba cortada a pico sobre el mar. Hoy es más pequeño de lo que era, porque en algún momento del siglo pasado, casi la tercera parte del cementerio se desprendió, con tumbas y todo. La cuña de tierra se precipitó a las aguas de la bahía, y durante semanas las aguas aparecieron cubiertas de ataúdes flotantes en diversos estados de descomposición, que se abrían como flores entre suspiros gaseosos, dejando que su contenido se hundiera en las aguas gris plomo o flotara, grotescamente, hacia el muelle.
¿Bela Lugosi? Con todos mis respetos, ni comparación, oiga. A mí que me den el Drácula de Stoker, y que me dejen leerlo en Whitby, una noche de luna, en lo alto de los vertiginosos escalones que, abajo del todo, lame el agua fría, negra, henchida de muertos, de la bahía.
No me encanto.