Vivir en Valencia conlleva sus tópicos, más o menos rancios, más o menos adecuados. Ya se sabe: su luz, sus mujeres, sus fallas, sus naranjas, sus etcéteras… ¡Quieto parao! A las naranjas iba yo. Competencias californianas o israelíes aparte, aquí hay naranjas, no se puede negar. Toda la tabla de huerta que queda sana (que es, ay, muy poca, y ya atacada por las primeras señales del cáncer inmobiliario), tiene siempre visible el verde oscuro, denso y recio de los naranjales, que ahora se empieza a cuajar de la fruta, todavía verde, camuflada y prieta, pero pronto tópicamente dorada.
El mercado será lo que será y los precios y denominaciones de origen irán como vayan, pero servidora se crió entre naranjas, arrancadas del árbol y peladas a mordiscos o con navaja, en zumo, como postre, merienda o vicio (gastronómico). Pese a las trampas de los invernaderos que te hacen creer que hay naranjas todo el año (mentira, las del verano son un espanto estropajoso y de rancia blandura), el invierno es la época ideal, cuando la pulpa es fresca y consistente, henchida de zumo con el punto justo de dulzor. De noviembre a junio, más o menos, cada día de mi vida empieza con el zumo recién exprimido de tres naranjas, de modo que sé de lo que hablo. Sé distinguir, a cata ciega, el zumo envasado procedente de concentrado, el que no lo es, el zumo natural exprimido en máquina de bar (con el característico amargor de la corteza incorporado por el proceso de extrusión de la máquina), el zumo natural de exprimidora casera (muy difícil de distinguir del zumo recién exprimido de Carrefour, a no ser que lleve envasado ya una hora o por ahí y la oxidación haya empezado a hacer de las suyas), y el supuesto zumo supernatural con pulpa de Pascual o Tropicana (ni comparación).
Pero no hay nada, absolutamente nada, mejor que ir a un naranjo, abrirse paso entre las ramas flexibles e inhóspitas, sortear la multitud de bichillos que viven en ese mundo oscuro, fragante, y levemente pegajoso, encontrar la fruta perfecta, arrancarla, y comérsela allí mismo, con el jugo rezumando por la barbilla, las manos pringosas de aceites y pectina, y el sabor vivísimo de la pulpa y el zumo encendiendo, como una lámpara solar, cada célula del cuerpo.