Ha estado lloviendo toda la noche. Lo sé porque estuve todo el tiempo fuera, atisbando sobre el borde de la trinchera. El teniente se asoma pestañeando desde el agujero maloliente que algunos todavía tienen redaños para llamar refugio.

—¿Todavía llueve?

Es temprano aún; el cielo apenas aparece ligeramente grisáceo, con las nubes hinchadas a punto de hacerse visibles, pero no visibles del todo. Todavía no. Llueve desde el cielo nocturno, llueve desde la nada.

Gerry decía cosas así. Decía frases bonitas o raras, que luego apuntaba corriendo en su diario. Cuando lo mataron me quedé con el diario. Un trato justo; otros se quedaron con sus raciones, y con su cinturón. Lo llevo en el bolsillo y de vez en cuando lo hojeo, aunque casi todas las páginas están manchadas y arrugadas y rotas, y de todas maneras la caligrafía de Gerry era muy mala. Pero aún puedo entender algunas frases. Cuando hay luz suficiente para leer, intento buscar alguna frase que me indique que antes de morir, Gerry encontró sentido a todo esto.

El teniente me pone en las manos una taza de hojalata llena de té caliente. Sin azúcar. Lo bebo a tragos largos, más por el calor que por el sabor.

—Sabe a barro hervido, lo sé —dice el teniente, acunando su propia taza entre las manos llenas de sabañones—. Al menos calienta el cuerpo.

No es cierto; nada me calienta el cuerpo ya. O si lo hace, no lo noto. La luz ha pasado de un gris plomo a un gris amarillento. Pronto será suficiente para ver por dónde pisas y vendrá el correo. Y las órdenes.

—¿Ha podido dormir algo, sargento?

Digo que sí, pero es mentira. Hace mucho que no duermo. Es mejor no dormir; con el sueño vienen las pesadillas. Bebo otro trago de té y pienso que Gerry solía dormir como una marmota.

La lluvia se está espesando; cada gota parece arrancar un trozo de la luz naciente del cielo y hundirlo en el barro. Eso escribió Gerry, la mañana antes de morir. Unas gotas caen en mi taza y arrancan dos o tres notas metálicas de la hojalata. Plonc plinc plunc.

—¿Qué le hace gracia, sargento?

—Nada —digo, mintiendo de nuevo. La música de la lluvia en mi taza. En mis pesadillas, oía la lluvia golpear contra los cristales, y el tintineo de la porcelana. En mis pesadillas, la lluvia convertía la luz en arcoiris, no en barro.

—Está empapado, sargento. Entre y coma algo, al menos. No hace falta que esté de guardia todo el rato.

Harry Scranton y Charlie Maples estaban en un refugio cuando un mortero explotó cerca y los enterró vivos. No me gustan los refugios; prefiero tener cielo sobre mi cabeza. Las bombas se ven caer, al menos.

El teniente mira su reloj.

—El correo debe estar a punto de llegar.

Quince yardas más de trinchera, pensé. Esas van a ser las órdenes. Y el teniente va a recibir una carta, y yo no. Y va a venir un pelotón que está avanzando hacia la cota 30.

Gerry murió antes de llenar todas las páginas del diario. De vez en cuando escribo algo en él. No frases bonitas como las de Gerry; no sé hacer eso. Escribo cosas que me parecen ciertas. Tengo un lápiz.

—La semana que viene nos relevarán —dijo el teniente.

Pobre teniente. Todavía consulta su reloj para saber cuándo llegará el correo. Y se disculpa cuando el té es malo. Y piensa que nos relevarán pronto. Smythe y Morris deben estar despertándose ahora. Quizá hayan tenido pesadillas. Yo sé cómo evitarlas. A veces, despierto, las recuerdo: hierba verde y vestidos de lino blanco, y el canto de las alondras.

El correo ha llegado. Es el mismo desde hace tres semanas, un muchacho con suerte. Hay una carta para Morris, otra para el teniente, y las órdenes. El teniente siempre lee primero las órdenes. Es muy concienzudo.

—Muchachos, tenemos que alargar esta trinchera veinte yardas más hacia el nordeste.

Veinte yardas. Bueno, a veces me equivoco.

—Tendremos compañía esta mañana; un pelotón va a reforzar la cota 30, se espera que pasen por aquí y esperen hasta recibir el visto bueno para el avance.

Smythe pregunta cuándo vendrá el relevo. Nunca. Pero dejo hablar al teniente.

—La semana que viene, como muy tarde. ¿Ya funciona la radio, Smythe?

—No, señor, todavía no. No sé si tiene arreglo.

—Bueno, haga todo lo que pueda. He solicitado una nueva radio y un operador, pero no sé lo que tardarán.

Gerry era el operador de radio. El día en que lo mataron el bombardeo fue muy intenso. Varios fragmentos de metralla dañaron la radio. Smythe dijo que sabía cómo arreglarla y ha estado trabajando en ella desde entonces. Yo creo que no tiene ni idea, que sólo solicitó ese trabajo para ocupar las manos y la mente.

Dice Morris que tenemos suerte, que en este sector no están usando gas. Gerry le tenía terror al gas; siempre tenía una máscara a mano. En su diario escribió que su peor pesadilla era sentir cómo el gas disolvía sus pulmones y corroía sus entrañas, como si llevara el infierno dentro. Mi peor pesadilla son los macizos de flores y las mesitas de mármol con refrescos. También llevo el infierno dentro, como si fuera gas.

La lluvia se ha convertido en una llovizna constante y silenciosa. El teniente se asomó un momento sobre el borde de la trinchera.

—Está todo muy tranquilo.

No es la palabra que yo elegiría. Ni Gerry. Gerry lo describía de otra manera en su diario. Escribió “ahíto de muerte”. Ahí fuera se pudren  unos doscientos jóvenes, Gerry entre ellos. Cuando nos retirábamos hasta esta trinchera en la que estamos ahora, el barro era rojo. Ahora vuelve a ser marrón y gris. Los muertos también son marrones y grises. Quietos bajo la lluvia, bajo la llovizna, bajo la niebla. Siempre quietos. Casi siempre quietos.

—Maldita lluvia —dijo Morris, y encendió un cigarrillo.

A mí me gusta la lluvia. Prefiero que llueva. Hace una semana salió el sol; el cielo se puso azul como una flor, la luz era dorada. Los fragmentos de metralla relucían entre el barro. Los muertos florecieron en colores insospechados. Smythe se puso a gritar y no paró hasta que se nubló de nuevo.

Ahora que lo pienso, quizá no fue Smythe. Quizá fui yo.

Morris se me acercó y me puso una mano en el hombro.

—¿Estás bien? No has dormido nada.

Si hubiera dormido, no estaría bien. Las pesadillas son cada vez más insistentes, hasta cuando doy una cabezada de pie. Por eso miro sobre el borde de la trinchera y pienso en Gerry.

Cuando Gerry murió, su cuerpo quedó ahí fuera, ocupando más espacio del que debería. Y yo cogí su diario. Morris tiene su cinturón. Gerry se está diluyendo cada vez más entre todos nosotros. Charlie Maples, que siempre tenía hambre, fue el que se comió sus raciones. Ahora las raciones de Gerry pertenecen a otro muerto diferente. Cuando yo muera, encontrarán el diario de Gerry entre mis cosas y creerán que era mío, y Gerry se diluirá un poco más entre todos nosotros. Al final, habrá un poco de Gerry en cada muerto de la guerra.

Morris se ha ido, no sé a dónde. Ahora es el teniente el que está a mi lado, comiendo un poco de salchicha seca. La corta en trocitos con una navaja.

Es la navaja de Gerry. Nadie se libra.

* * *

El pelotón llegó cuando estaba lloviendo con fuerza. Smythe y yo hemos estado cavando la trinchera las últimas horas. Hace tiempo que nos quedamos sin palas, así que usamos los cascos. El barro es blando.

Dos chicos del pelotón se han puesto a ayudarnos. Uno de ellos es muy alto. Smythe le está dando conversación.

Se llama John. Es amable y habla muy bien, como Gerry. Trabaja con furia pero tiene los ojos ausentes. Él también está mirando por encima de la trinchera, aunque no lo parezca.

Morris ha traído té. El joven y yo nos lo bebemos sentados en el barro, con la espalda contra los sacos. Para no dormirme, le hablo de Gerry. De cómo Gerry bromeaba sobre el día en que alguien escribiría sobre nosotros, arrastrándonos en el barro de una tierra gris y marrón y fría. Veo que escucha y que absorbe mis palabras como el barro absorbe la lluvia. Las palabras de Gerry. Y Gerry se diluye un poco más en este hombre joven.

Ahora John dice que cree estar viviendo una pesadilla.

No es verdad; esto es el mundo real. Las pesadillas son peores. Las pesadillas son risas de niños, y el murmullo de la brisa entre las hojas, y el olor de las rosas. Cada vez tengo más miedo de dormirme y de quedar atrapado en la pesadilla. En mis pesadillas, el té es suave y aromático y los jóvenes corren sobre el césped y no terminan despedazados ni asfixiados por el gas.

John dice que estamos aquí para salvar nuestros hogares, aunque no los salvemos para nosotros. Es algo que Gerry podría haber dicho. John es como Gerry: educado y listo, y totalmente fuera de lugar. Si le diera el diario, sería un poco como devolvérselo a Gerry. Los muertos regresan en los vivos y nada termina nunca del todo. Salvo que John habla ahora en una lengua extraña que nunca he oído. Dice que es un poema. No lo entiendo, pero las palabras suenan hermosas. Como en mis pesadillas.

Empieza a faltar la luz. El pelotón de John se ha ido ya. Morris está terminando la trinchera, y no ha dejado de llover.

—Sargento, vaya al refugio, no puede seguir aquí fuera.

El refugio no es seguro. Aquí fuera puedo ver caer las bombas. Si voy al refugio me dormiré y la pesadilla volverá.

Pero estoy tan cansado. John y Gerry y Charlie se han ido, disueltos en el barro y lavados por la lluvia. Caras muertas bajo el agua, como le dije a John. Es lo que Gerry escribió en su diario.

Morris me ha echado una manta sobre los hombros. Está empapada y pesa, pesa demasiado para mí. Es demasiado peso, demasiado peso para soportarlo.

Y me duermo. Y la pesadilla vuelve.

En la pesadilla es de día. Mis ropas son livianas y están secas. Huele a rosas, y la luz del sol se cuela por una ventana y se refleja en un suelo de madera reluciente. Estoy sentado en un sillón acolchado; siento la suavidad del terciopelo contra mis manos.

No quiero estar aquí. Esto no es real. Tarde o temprano tendré que despertarme y volver al barro, al agua mezclada con sangre, al té insípido, a la trinchera. No quiero estar aquí, viviendo una mentira que convierte en infierno el despertar.

Es peor ahora: mi esposa me está mirando. Es tan hermosa. La echo tanto de menos. Lleva un vestido verde como la hierba, y una cinta verde en su pelo color cobre. Toda ella brilla. Me mira y llora. Las lágrimas brillan en su cara y convierten la luz en arcoiris.

Detrás de ella hay un hombre alto vestido de oscuro. ¿Es Gerry? No, Gerry era más joven. Gerry siempre será joven; los muertos no envejecen.

Tengo que decirles que no quiero estar aquí. Tengo que decirles que esto es para mí la peor pesadilla imaginable. Tengo que volver al mundo real, a la trinchera. Tengo que escribir estas verdades en mi diario. El diario de Gerry.

* * *

—No hay que perder las esperanzas, señora Hollins. Es posible que termine por reconocerla —dice el hombre alto.

—Pero han pasado meses, doctor. Meses enteros y está ahí, sin hacer nada, sin reconocerme. Y cuando habla es peor: parece pensar que todo es un sueño que tiene en la trinchera —llora de nuevo. Si no fuera un sueño, me levantaría y la abrazaría y le secaría las lágrimas. Pero el teniente me espera. Y Morris y Smythe. Y hay que arreglar la radio. Mañana vendrá el correo con nuevas órdenes: veinticinco yardas más de trinchera y cubrir la retirada de las tropas. Y el teniente no recibirá carta, pero Smythe sí. Y lloverá como hoy. Lo escribiré todo en mi diario. Tengo un lápiz. El barro se cuela en la trinchera, mezclado con sangre y con Gerry. Mi mujer no lo entiende; nunca le dije nada, nunca le dije cómo era. Ella vive en su mundo de hierba verde y sábanas limpias, de pan caliente y chimeneas y agua clara y paz.

Ella vive en mis pesadillas.