(Dedicado a Webensis, que me dio la idea. Él se lo ha buscado)

«Por mi parte, voy a traer el diluvio, las aguas sobre la tierra, para exterminar toda carne que tiene hálito de vida bajo el cielo: todo cuanto existe en la tierra perecerá. Pero contigo estableceré mi alianza: Entrarás en el Arca tú y tus hijos, tu mujer y las mujeres de tus hijos contigo. Y de todo ser viviente, de toda carne, meterás en el Arca una pareja para que sobrevivan contigo. Serán macho y hembra.» (Gen 6:17-19)

En la oscuridad que precede al alba, un hombre viejo más allá de sus años se apoyaba sobre las maderas combadas, reblandecidas por el moho, del Arca.

Detrás de él, los gritos se oían por la portilla abierta, incesantes.

Noé respiró, buscando sin esperanza alguna bocanada de aire que no fuera hediondo. Bajo él, las olas oscuras se agitaban al paso del Arca y removían blandos obstáculos que se mecían lentamente entre dos aguas.

Noé miró a lo alto: una costra ya reseca de nubes ahogaba el cielo y ocultaba las estrellas. Pero la visión terrible de lo que había sido el verdugo del mundo era preferible a la muerte entre la que el Arca se abría paso.

Cómo se alegraron cuando cesó la lluvia, a pesar del horror en que se había convertido el Arca. Cómo saludaron el primer día de calma entonando alabanzas, olvidando su agotamiento, y saltando a cubierta para ver las aguas de seda azul. Pero las aguas que les esperaban a la luz mortecina del primer día sin lluvias eran aguas de pesadilla, la tumba de los muertos del Diluvio: animales, hombres, mujeres, niños, emergiendo y hundiéndose bajo el influjo de gases putrefactos, chocando unos con otros, girando despacio, atrapados en los pocos remolinos que el agua saturada de cuerpos permitía. Los gritos del interior del Arca se redoblaron: los animales sabían lo que había fuera.

Desde entonces salían a cubierta sólo de noche, para no tener que ver lo único que quedaba en el mundo. Noé luchó por encontrar palabras de aliento para su familia, mientras despedazaban y lanzaban por la borda los cada vez más numerosos cadáveres de los animales que habían embarcado en el Arca. Confinados en el estrecho espacio, apenas contenidos por las frágiles particiones de madera aún verde, mal alimentados, hasta los animales más pacíficos habían enloquecido a los pocos días. Todos los hijos de Noé sufrían heridas infectadas infligidas por pezuñas, cuernos, garras, dientes, picos. Pronto les faltaron las fuerzas para librarse de todos los cadáveres, y se limitaron a subir a cubierta los más manejables. La cubierta inferior nadaba en un barro de sangre y putrefacción.

La mujer de Jafet, que estaba embarazada cuando empezaron las lluvias, dio a luz a un niño sobre un montón de la poca paja que todavía no se les había podrido. El niño murió durante la noche. Todos lo vieron, pero nadie dijo nada. Antes del amanecer, la madre tomó el cadáver y subió a cubierta con él en brazos. Durante un largo rato permaneció así, muda, mirando sin ver el agua descolorida llena de ahogados. Luego, cuando las nubes ya filtraban una luz plomiza y viscosa, se dirigió con movimientos lentos y soñadores a la borda, y saltó.

Su marido estaba en cubierta también, despedazando un carnero. Lo vio todo, pero no hizo ningún movimiento para detenerla, ni pronunció una sola palabra, ni cambió su expresión vacía. Con la mirada muerta, bajó a por más cadáveres, en silencio. Hacía tiempo que en el Arca ya no hablaba nadie. Los únicos sonidos de los últimos seres vivos que quedaban en el mundo eran los aullidos, chillidos y gruñidos de los animales que, enloquecidos y aterrorizados, morían poco a poco en las profundidades del Arca.

Noé suspiró. Cerró los ojos, y durante un breve instante su boca se movió como en una plegaria. Pero lo que salió de sus labios fue un escupitajo que fue a perderse en las sombras siseantes perturbadas por el Arca. Encorvado, el anciano dio media vuelta y desapareció de nuevo portilla abajo para no tener que ver el amanecer.

Entre chillidos de terror y gritos de agonía, chorreando sangre por los imbornales, el Arca de Noé se abrió paso entre los muertos y se alejó, sin rumbo ni meta.