Es un chiringuito, pero lleva tanto tiempo ahí que ha mutado en una caseta baja de ladrillos a la que le ha crecido en un costado una terraza acristalada. Un cartel proclama en letras rojas sobre fondo blanco que es el Bar Las Vistas. Al lado hay una enseña de una marca de cervezas y junto a la puerta un cartel con fotos de los platos combinados. El cartel lleva ahí tanto tiempo como el chiringuito y las fotos son ya solo formas indistintas en pálidos azules y amarillos que quizá dos décadas atrás fueron la foto de un plato aceitoso de huevos fritos, longanizas y patatas.

Hace viento.

El viento siempre sopla en este alto cerca del acantilado, y por eso cerraron la terraza del chiringuito con un murete bajo y cristaleras de aluminio mal montadas por las que se cuela siempre un hilo de aire helado, cargado de salitre.

—Un agua, por favor.

—¿No prefieres algo caliente?

—No.

Por la ventana se ve una extensión de hierba azulada que termina en una valla de madera remendada con alambres. Al otro lado del chiringuito hay un mirador pavimentado, con prismáticos montados en bases giratorias y hostiles papeleras de diseño. Los turistas van allí. Aquí solo está la valla.

—Estoy cuidándome.

La cafetera sisea con enfado mientras calienta leche. Un camarero dispone hilera tras hilera de vasitos con cucharillas y sobres de azúcar, haciendo mucho ruido. Otro trae un cortado, un botellín de agua y un vaso y sale a atender las pocas mesas del exterior.

—Podías haber pedido un té.

—Agua está bien.

El vaso está rayado, el cristal lechoso y con taras. A su través el agua parece turbia. Cansada.

—Hay sitios en los que ni te traen vaso.

—Ya.

Los tubitos de homeopatía contrastan agradablemente con el plástico marrón de la mesa: rosa, azul, amarillo, violeta.

—Estás tomando agua con agua.

—Déjame.

—Bueno, más bien azúcar.

Uno, dos, cinco granulitos. Son tan pequeños como para que sea difícil sacar el número correcto. Una vez sacados todos es imposible decir qué granulo provenía de qué tubo.

Dilución.

Uno de los principios de la homeopatía es que cuanto mayor la dilución más potente es el efecto. Y se usan diluciones muy grandes, de esas que te tienen que explicar con símiles porque si usan ceros no se entiende lo grande que es el número, lo minúscula que es la cantidad de producto que queda. Como un grano de arena en una piscina olímpica, cosas así. Como nada disuelto en todo: muchas veces la disolución es tal que no queda nada en ella. Solo agua. Solo mar.

—Yo vengo mucho por aquí.

—¿Sí?

La explanada del mirador está llena de turistas que vienen en fin de semana y sobre todo en verano. Hay un parking al otro lado del chiringuito que se llena de coches y autobuses, de los que bajan grupos de turistas en busca de una cerveza con olivas, una ración de pulpo, un selfie contra el aire limpio y el mar arrugado al fondo.

Ahora no hay casi nadie. Desde los ventanales de aluminio no se ve el mirador; solo la explanada de hierba, un poco en pendiente, y al final la valla de madera, negra de humedad y tiempo. Abajo el mar se redibuja constantemente contra las rocas del acantilado.

—¿Sabes cómo llaman a este sitio?

—¿Cómo?

—El bar de los suicidas.

—Qué macabro, ¿no?

Sucusión.

Es otro principio de la homeopatía. Cuando haces cada etapa de la dilución tienes que agitar la mezcla; así la sustancia transfiere sus propiedades al agua de la dilución. El agua se usa luego para mojar los granulitos de azúcar que están ahora sobre la mesa. Aunque el agua se evapore, la homeopatía dice que las propiedades de la sustancia disuelta en ella permanecen. Que el agua recuerda lo que ha estado disuelto en ella.

—¿Y te hace algo?

—Bueno… Daño no me hace.

Llaman al chiringuito el bar de los suicidas porque la valla que se ve desde los ventanales es donde va la gente a tirarse. Es fácil de saltar y luego solo hay un paso y luego ya no hay nada más. Nadie se tira desde el mirador pavimentado donde van los turistas, donde puedes mirar por los prismáticos el horizonte brumoso, el lugar donde la Tierra se precipita hacia abajo.

Hay peticiones para que se erija una valla más alta, mejores protecciones, pero todo el mundo sabe que no servirían. Muchos suicidas se han tomado un café en el chiringuito, mirando por los ventanales y luego, horas o días después, han ido a la valla y han pasado una pierna por encima y luego la otra y luego todo lo demás.

—Pero te tomas muchas de esas. ¿No es mucho dinero?

—Tampoco es tanto.

Es poco. Un grano de arroz en una piscina olímpica. Una cucharadita de azúcar en el sistema solar. Un cuerpo en el océano.

Similia similibus curentur. Semejante cura semejante.

Otro principio de la homeopatía dice que una sustancia que provoca ciertos síntomas en una persona sana curará esos síntomas en una persona enferma. Lo que hacen es darle una sustancia a un grupo de personas sanas y pedirles que vayan anotando cómo se sienten. Luego usan esos diarios prolijos, extraños, llenos de detalles inanes, como compendio de síntomas.

Había suicidios antes de que hubiera chiringuito. Cientos de personas, quizá miles, han saltado desde el acantilado. Puede que alguna de ellas anotara, con todo lujo de detalles, cómo se sentía antes.

Y luego saltara. Y se hundiera entre los músculos azules de las olas, rota, inerte, diluida hasta más allá del infinito en la gran masa de agua que se retuerce y gira sobre sí misma, que va y viene en constante sucusión.

Semejante cura semejante: quizá el primer suicida convirtiera al primer océano en una pócima curativa potentísima. Quizá la primera muerte fuera una dilución tan grande, tan poderosa y tan pura que bastaría con ella para curar todas las ideas suicidas del mundo. Puede que incluso la muerte misma.

Pero nadie bebió de ella. Un solo sorbo amargo hubiera bastado, pero nadie bebió, y el siguiente suicida aumentó la concentración lo justo para cruzar alguna frontera entre lo imposible y lo ridículo y el mar no fue más que mar y el cuerpo no fue más que un cuerpo.

—¿A dónde vas?

—Voy fuera un momento.

—¿No te vas a terminar el agua?

Disueltos homeopáticamente en el agua de mar los suicidas desaparecen pero imprimen sus recuerdos a la disolución y convierten cada ahogado en todos los ahogados, cada muerto en todos los muertos. Una mente colmena líquida y llena de finales, un caos de terror y de miedo y de tristeza.

—¿A dónde vas?

Hay quien dice que la homeopatía no funciona.

Eso espero.