~ Epílogo ~

Éramos los últimos clientes que quedaban en Simpson’s. Los camareros revoloteaban a nuestro alrededor haciendo todo lo posible para darnos a entender que deberíamos marcharnos, pero yo apenas era consciente de ello. Acunando mi copa de coñac en la mano, miraba el rostro sombrío de Holmes y reflexionaba sobre la extraña aventura que acababa de relatarme.

—Corrió usted un riesgo espantoso, Holmes —dije por fin, todavía afectado por la vívida imagen de lo que pudo haber pasado en aquella habitación del East End. Él movió la mano en un gesto impaciente.

—Gajes del oficio, Watson, gajes del oficio. Y también mi propia estupidez, que a veces llega a extremos ridículos. Si alguna vez siente que debe ponerme en mi sitio, no dude en poner este caso por escrito para que su público vea lo falible que puede llegar a ser Sherlock Holmes.

—Vamos, amigo mío, sabe bien que no es así en absoluto —dije. A la vez, mi parte de escritor no podía evitar darse cuenta de las excelentes posibilidades narrativas del caso

—¿Qué ocurrió con el cuadro? —pregunté, incapaz de contener la curiosidad. Holmes tomó un sorbo de coñac.

—Smythe vino a verme dos días después. La casa había pasado a ser suya, aunque los gastos de Fernville habían dejado la propiedad muy endeudada. Smythe vendió el resto de la colección de su tío.

“También me trajo la bufanda; durante la encuesta supo el papel que había jugado en la detención de Saw, y me dijo que le gustaría que la tuviera yo. A mi vez, le pregunté por el cuadro. Smythe confesó haberlo destruido en cuanto tuvo oportunidad.”

Holmes movió la cabeza y sonrió con cierto aire de resignación sarcástica al recordar la escena.

—¿A qué viene esa cara, Holmes? Usted mismo recomendó a Fernville que destruyera el cuadro cuanto antes.

—Únicamente porque el cuadro era la excusa que estaba usando Saw para su estafa, no porque hubiera en él nada especialmente siniestro, ni mucho menos sobrenatural. Tras la detención de Saw, destruir el cuadro se hizo innecesario. Yo lo hubiera conservado; hubiera sido un interesante recuerdo de un caso que en muchos aspectos se salió de lo habitual.

—Sí, imagino que a usted le recordaría cosas diferentes que a Smythe —comenté con media sonrisa, y paladeé la expresión de mi amigo mientras intentaba decidir cómo reaccionar a mi comentario. Raras veces puedo dejar sin habla a Sherlock Holmes.

—De todos modos —continué, sin esperar su respuesta—, como usted dice, es un caso extraño. ¿No le parece un método muy complicado de estafar a alguien?

—Sí, si se hubiera ideado primero la estafa y se hubiera buscado luego a la víctima. Pero fue al revés, Watson. Fernville fue el que dio la idea a Saw. No tengo pruebas de lo que voy a decirle, entiéndame; pero estoy convencido de que la secuencia de acontecimientos fue más o menos así:

“Fernville, un hombre al que sabemos supersticioso, encuentra un cuadro con unas manchas extrañas que su imaginación convierte en un rostro. Intrigado por el fenómeno, compra el cuadro a un Saw que intenta malvivir de la venta de dudosos objetos de arte. Fernville no puede evitar comentar que las manchas le parecen un rostro. Saw es un oportunista de mente ágil; de inmediato se da cuenta de que eso revaloriza el cuadro. No sé lo que Fernville pagó por él, pero seguro que fue mucho más de lo que valía realmente.

“Bien, Fernville lleva el cuadro a su casa. Una noche, algo ocurre. Quién sabe qué: el juego de sombras de las llamas de la chimenea, probablemente, unido a un exceso de oporto. Sabemos ahora que Fernville tenía una conciencia culpable. Sea como fuere, el anciano cree que el rostro del cuadro ha cambiado. No es imposible que el propio Saw, al venderle el cuadro, le insinuara tal posibilidad. Fernville cree que ha ocurrido, y naturalmente llama al único experto en esos casos que conoce.”

—El propio Saw.

—Justamente. No sé hasta qué punto Saw tenía decidido su plan, pero tras una visita a la casa no pongo en duda que lo vio todo mucho más claro. La riqueza de su cliente, y la credulidad de sus habitantes, debieron bastarle para formar el plan casi en ese mismo instante.

—¿Sus habitantes?

—Sin duda. Recordará usted que cuando Smythe vino a verme le sugerí que el rostro del cuadro tenía pobladas cejas y era calvo.

—Sí, pero…

—Watson: yo no había visto jamás el rostro. Y cuando por fin lo vi quedó claro que los detalles que describí eran completamente erróneos. Pero Smythe, que cuando escuchó mi descripción ya había visto el cuadro perfectamente, se mostró de acuerdo con ella.

—¿Mentía?

—Era una posibilidad, desde luego, pero una que no tenía objeto alguno. No; Smythe era sincero. Y también, como mi pequeño experimento demostró, extraordinariamente sugestionable. Si alguien, hablando con la suficiente autoridad, podía convencerle de que lo que había visto con sus propios ojos no era cierto, estaba claro que cuando hablaba de cuadros embrujados no me la tenía que ver con un observador objetivo, agudo ni imparcial.

“Esto me dejaba con tres posibilidades: o bien el pretendido rostro era simplemente una ilusión óptica como las que se ven a veces en las nubes, o bien alguien se había tomado algunas molestias para falsificar los cambios, y convendrá conmigo en que la historia de Smythe sobre Saw apuntaba muy claramente a este último caso.”

—¿Y la tercera posibilidad?

—Que el cuadro estuviera genuinamente embrujado, por supuesto —dijo Holmes con una sonrisa—. No era algo que pudiera descartar, estrictamente hablando, en ese punto del caso, por mucho que esté convencido de la imposibilidad de esa situación. Aunque, por supuesto, el examen que realicé al día siguiente eliminó todas las posibilidades menos la de fraude.

—Obviamente.

—Obviamente, en efecto. Uno se pregunta, Watson, por qué Fernville cayó en lo que para un observador externo como usted o yo era un engaño bastante burdo. Yo sigo preguntándomelo, a pesar de que durante mi vida profesional he encontrado casos de credulidad muy parecidos. Y debo confesar que sigo sin respuesta; la necesidad de creer y una imaginación no controlada por la lógica más elemental forman, al parecer, una poderosa combinación.

—Que puede terminar en tragedia —añadí por mi cuenta, y vi ensombrecerse de nuevo el rostro de Holmes.

—Una fortuna perdida, una muerte que podría haberse evitado, un hombre que probablemente será colgado por esto —enumeró—. Hay estafas que salen caras.

—Al menos gracias a usted el asesino no ha escapado impune —dije, intentando distraer la atención de Holmes de la depresión nerviosa que solía atenazarle al final de un caso, y que claramente le rondaba ahora.

Holmes sonrió sin responder, apurando su copa. Le imité; sin excusas para seguir gozando de la hospitalidad de Simpson’s, emprendimos el regreso a Baker Street por las calles silenciosas de Londres. La niebla se había levantado casi por completo, dejando apenas algunos cendales errantes alrededor de nuestros tobillos. En la neblina grisácea, arremolinada por nuestro paso, me parecía ver caras espectrales alzándose y hundiéndose como ahogados.

—Imaginación no controlada por la lógica —musité para mí mismo, sacudiendo la cabeza, irritado, para librarme del efecto que me había provocado la historia de Holmes. El detective caminaba a mi lado, en silencio. Entendió de inmediato, por supuesto, el por qué de mi comentario, pero no añadió nada.

—Es una pena, después de todo, que usted sacara de este caso únicamente una bufanda vieja —comenté para cambiar de tema. Conocía lo bastante bien a mi amigo como para saber que se habría negado a cobrar sus honorarios a Smythe.

Holmes me miró, y una sonrisa de genuino deleite le animó el semblante.

—¿Quién le ha dicho tal cosa, Watson? —replicó con un guiño—. Económicamente no saqué nada, cierto; pero no se puede decir que no obtuviera nada de él.

“Los dos Vernet de Fernville adornarán dentro de poco nuestras habitaciones, regalo de Smythe. Los llevé a que les cambiaran el marco y deberían estar listos ya. ¿Le apetecería venir conmigo mañana a recogerlos?”

—De mil amores —dije, riendo, y nos encaminamos a buen paso hacia la acogedora calidez del 221B de Baker Street.

* FIN *

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