La primavera mojó toda la ciudad, calando el asfalto hasta que pareció esponjarse y adquirir una pátina húmeda, un brillo gomoso de medusa varada. Los socavones se llenaron de agua parda y espumosa, y los parques adquirieron un verde intenso y lozano que las palomas, sobresaltadas, miraban suspicaces con un ojo, posadas en estatuas de bronce goteante. Los canalones escupían incansables agua cada vez más limpia, y las fachadas de estuco y de piedra, de ladrillo y de yeso, de titanio y cristal y aluminio, se arrebolaron de colores intensos. Cuando asomaba el sol durante algún momento la gente veía los nuevos colores, y muchos se detenían por la calle y levantaban las caras, como girasoles, para saborear el resultado del lavado de cara primaveral. Los parterres estallaron en brotes, y nunca se vio tanto color en los balcones, donde todas las macetas florecían como por ensalmo, altas y fuertes, llenándolo todo de flores rosas, rojas, blancas, azules y amarillas.
La ciudad empezó a crecer entonces, y al principio nadie lo notó. Un ladrillo aquí y allá, un abultamiento en el cemento del parapeto de una terraza, algún brote de vigueta sobre un pilar desmochado. Pero el ladrillo se convirtió en hilera, el abultamiento se redondeó en un nuevo muro, la vigueta se alzó y emitió una junta, y poco a poco la gente empezó a comentar, medio sin creérselo, lo que estaba pasando en sus edificios. De la noche a la mañana aparecieron paredes pulcramente tendidas, con el cemento aún húmedo, y marcas en los terrados donde empezaban ya a asomar las primeras hiladas de ladrillos. Algunas fincas sólo criaron pequeños miradores con columnas en una esquina de los terrados y se detuvieron ahí, mientras que otras empezaron a lanzar más y más muros, tabiques, vigas y paredes. Tuberías y conducciones se abrieron paso hacia abajo como una extraña plaga de carcoma fontanera. Los elegantes edificios decimonónicos vieron desaparecer los remates de sus terrados bajo una nueva planta en la que ya se rizaban las volutas de los balcones de hierro forjado, y las paredes se fueron revistiendo de una suave piel de yeso lucido, delicadamente coloreada. Los edificios modernos crecieron rectos y severos, exudando láminas de cristal color lima y plantando puertas de aluminio lacado y luces halógenas que florecían con un suave plop. Algunas fincas crecieron dos y hasta tres pisos. Otras parecieron satisfechas con añadir una gárgola o una caseta en lo más alto, las más humildes se conformaron con alguna cenefa ornamental. Otras no crecieron en absoluto, rodeadas por hermanas que alzaban al cielo los nuevos remates de tejas recién brotadas, un poco tiernas aún, frescas al tacto.
Poco a poco, los curiosos se atrevieron a subir por las escaleras jóvenes, que aún olían a pintura, y a curiosear las nuevas dependencias. Descubrieron pisos vacíos, relucientes, con los suelos abultados por la inminente aparición del mobiliario: aquí asomaba ya un sofá de microfibra de color vivo, allá los armarios de una cocina empezaban a llenarse de vajilla, en el otro cuarto, pintado de azul claro, una pared se arrugaba preparándose para hacer brotar cortinas a juego. Las mesas de comedor se estiraron en los salones, y pronto perdieron la pelusa juvenil y se asentaron, pulidas y brillantes, con centros de fruta de cera o mantelitos de fibra de coco teñida. Tras un poco de esfuerzo todas las puertas consiguieron girar sobre los goznes y se abrieron a salitas y despachos, dormitorios y cocinas, trasteros y cuartos de baño, cuyos azulejos se coloreaban lentamente como fruta que va madurando.
Nadie ocupó las nuevas viviendas, porque aún había un leve aire de espera, de expectación, en los edificios rebrotados. Durante unos días todo pareció detenerse mientras se secaba la pintura y se asentaban los muebles y los muros de los edificios, y durante ese tiempo pararon las lluvias y salió el sol.
Los nuevos vecinos empezaron a aparecer entonces, alentados por la luz de melocotón y la suave brisa que hacía moverse levemente las cortinas apenas secas. Asomaron yemas en las paredes, sobre las alfombras, en algunas camas; al principio sólo parecían huellas de humedad, pero las manchas se abultaron y endurecieron, y fueron haciéndose cálidas y rosadas. Los cobertores se elevaron por el empuje de la nueva materia que se formaba lentamente bajo ellos. Muy pronto se empezaron a reconocer rasgos: aquí un hombro, allí una cabeza, en el sofá una pierna que se desprendía poco a poco de la tapicería y crecía hacia arriba, formando con paciencia una rodilla huesuda. Lampiñas al principio, desnudas, las pieles (rosas, blancas, tostadas, oscuras, tersas, arrugadas, moteadas o fofas) no tardaron en sombrearse con los primeros indicios de tejido. Algunos aparecieron ya a medio vestir, otros no tardaron en lucir elegantes chaquetas o camisetas de colores vivos antes incluso de salir de la pared, desde la que asomaban como extrañas hortalizas multicolores.
Los nuevos vecinos resultaron ser gente amable, que no se tomó a mal el constante flujo de curiosos; saludaban cortésmente, dando las gracias a las familias que pasaban y que les traían alguna cosita mientras no germinaran del todo; una revista, una mantita, o una empanadilla para entretener el hambre. No era molesto, decían, cuando les preguntaban cómo era eso de estar surgiendo de las paredes o desde el interior de la bañera. Un poco como cuando se te queda dormida una pierna, dijo una mujer mayor con bata que brotaba con mucha decisión de un coqueto sillón de orejas.
Y antes de que nadie se diera cuenta, los nuevos vecinos dejaron sus lechos de cemento y esmalte y fibra de vidrio y empezaron a deambular por sus nuevas casas, en sus nuevas fincas, bajando a la compra y saludando por la escalera y llevando a los niños al parque. Parecía que la ciudad ya no sentía la necesidad de crecer más, y la gente suspiró, miró una vez más las partes brotadas, se encogió de hombros, y volvió a la rutina. Nadie sabe por qué la ciudad decidió crecer de pronto; quizá sentía que le faltaba algo, que había cosas que le quedaban por hacer, gente que necesitaba tener dentro, sangre que llevar en sus venas de hormigón. Nadie sabe por qué surgieron los nuevos pisos ni los nuevos vecinos, aunque nadie se queja por ello.
Pero algunos se preguntan de vez en cuando, mirando una ventana reluciente que todavía lucha para acomodar un ángulo complicado, si realmente el fenómeno se ha detenido. Y hay quienes vigilan, inquietos, a los nuevos vecinos, esperando quizá que una ciudad nueva empiece a brotar a partir de ellos: huesos estallando en pilares, piel endurecida en ladrillos, músculos hechos viguetas y bovedillas, venas y arterias convirtiéndose en bajantes, canalones y tuberías, ciudad nacida de la gente como antes la gente nació de la ciudad.
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