La luz se arrastraba plomiza y mortecina entre los estantes, resaltando los grises del polvo y las telarañas abandonadas en los rincones.
Era un lugar triste para morir. Una biblioteca no es un lugar de muerte, sino de sueño, donde sólo los cuerpos están inmóviles, mientras la mente vuela y se despereza. Y sin embargo, fue aquí donde murió. Solo e inadvertido, su cadáver quedó entre la mesita auxiliar con la lámpara de pantalla verde y las altas ventanas francesas que daban al jardín. El ligero toque de ironía, indudablemente británico, fue que la familia no se dio cuenta. El mayordomo, al día siguiente, al entrar para descorrer las cortinas, encontró el cadáver, ya tieso y frío, y reaccionó con toda
la flema que cabe esperar de un mayordomo de la vieja escuela. “Miss Chaffins”, dijo el digno doméstico, “sea tan amable de acercarme la pala del carbón y un periódico viejo. Hay un ratón muerto en la biblioteca”.
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