En otra entrada comentaba sobre la tendencia a asignar un propósito a los procesos evolutivos, y que eso era un error. Un error común, y en el que es muy fácil caer, por las trampas del lenguaje, y porque es narrativamente satisfactorio, y los seres humanos tendemos a pensar y a explicar cosas en términos narrativos. Por eso la parábola, la metáfora, el ejemplo, son herramientas tan poderosas para hacer entender ideas.

Para explicar cómo actúa un virus bacteriófago, recurrimos a una jeringa, porque el mecanismo es similar. La trampa viene después, porque la jeringa es una herramienta, una máquina sencilla, construida por humanos con un propósito concreto. El virus no. Pero la conexión ya ha sido establecida en nuestras mentes.

Y ahí viene la trampa. Es sencillísimo -y narrativamente satisfactorio- invertir la relación causa-efecto, porque estamos familiarizados con jeringas mucho antes que con bacteriófagos. Ya sabemos que la jeringa fue creada con un propósito y por una voluntad inteligente. Y llevamos toda la vida viendo (y sufriendo) jeringas. Cuando vemos el bacteriófago, tan parecido a una jeringa en su mecanismo de actuación, pues… no es ni siquiera un salto lógico, es un pasito corto.

El bacteriófago es quizá un ejemplo bastante rebuscado, pero tiene la ventaja de no remontarse al siglo XVII. La ilusión de diseño está por todas partes. Para entender el mundo natural nos referimos, automática e instintivamente, al mundo artificial. Alguna de estas cosas os deben sonar de clase o de artículos divulgativos o de libros de texto: el corazón funciona como una bomba. El elefante usa su trompa como una manguera. El ADN almacena la información genética como en una biblioteca, y utiliza un código digital, como un ordenador. Los murciélagos se orientan con un sistema de ecolocalización, como un sonar. El ojo funciona como una cámara.

Es justo al revés.

Pero cuando somos pequeños empezamos a entender cómo funcionan las máquinas de nuestro entorno a la vez que en clase nos enseñan cómo funciona el mundo natural. Y las máquinas tienen una intencionalidad clara y definida, que no suscita controversia alguna. Una tostadora está hecha para tostar, una batidora para batir, un bolígrafo para escribir o dibujar. Acarreamos, culturalmente, siglos de teleología, de explicar el mundo en términos narrativos basados en lo que nosotros, los seres humanos, hacemos o fabricamos o creamos. Darle la vuelta, actuar contra toda esa inercia, cuesta mucho.

Pero los elefantes, el ojo, los murciélagos, el corazón, el ADN, todo eso estaba en el mundo antes que las mangueras, las cámaras, el sonar, las bombas, las bibliotecas y los ordenadores. La ilusión de diseño es sencillamente eso, una ilusión, que no tiene sentido sin nosotros. La ilusión de diseño, por decirlo claramente, es una falacia: que una cámara haya sido diseñada por una voluntad inteligente no implica que el ojo también lo haya sido. Simplemente implica que la voluntad inteligente que ha diseñado la cámara vive en un mundo donde hay ojos, y puede aprender de lo que ese mundo ofrece y de las reglas que regulan ese mundo.

Todo el movimiento del diseño inteligente se basa en esta falacia, absolutamente todo. Gente como Michael Behe, con formación científica incontestable, con carrera en ciencia, con artículos publicados en revistas de impacto (aunque no sobre el DI), han caído en esta falacia porque han dado preferencia a la narrativa de sus creencias personales sobre los hechos del mundo natural descubiertos a través del método científico. Behe no es tonto. Pero leyendo las transcripciones del juicio de Dover (Kitzmiller vs. Dover, disponibles enteritas en inglés aquí), uno se da cuenta de las contradicciones internas de su posición (salen muy bien a la luz en la parte donde el abogado de la acusación le interroga).

La ilusión de diseño es muy poderosa, y puede pillar desprevenido a más de uno y más de dos. Cuanto más listos nos creamos, cuanto más inmunes a la ilusión de diseño (y a otras falacias), más fácil es que caigamos. Muchos defensores del DI arguyen, precisamente, que como Behe es bioquímico, un científico reconocido, lo que él cree debe ser cierto. Mentira. Behe puede errar, o ser llevado a error, como cualquier hijo de vecino. Una educación en pensamiento crítico no te inmuniza contra el error; sólo te da las herramientas necesarias para reconocerlo, pero hay que saber que tienes que usarlas siempre. Y hay que mantenerlas en buen uso, afiladitas y brillantes, porque de otro modo te conviertes fácilmente en presa de la historia que más te gusta, no de la historia que más pruebas presenta a su favor.