Mi tastatarabuela le contó a mi bisabuela (pero quizá no sea así) que Roque Pastor plantó dos olmos en Navajas.

Dicen (pero no se sabe con certeza) que el segundo olmo también estaba en la Plaza, frente al primero.

Esta es su historia. Como todas las historias, nunca ocurrió. Pero tampoco es mentira.

La Plaza de los dos olmos, por entonces, tenía el suelo de tierra apisonada y la delimitaban los corrales de las casas pequeñas, oscuras, encaladas. Los dos olmos se miraban, uno frente al otro, creciendo a la par, y como los tiempos de los árboles no son los tiempos de los hombres, hablaban entre sí en susurros largos, lentos de décadas.

Pero mientras el Olmo crecía y crecía feliz, y lanzaba ramas gruesas y frondosas, su hermano se demoraba: su tronco recto no se ensanchaba, su copa no se expandía como una nube verde y fresca. Los pájaros que anidaban y criaban en el Olmo se posaban en su hermano pero no construían nidos; las ramas se cimbreaban inhóspitas, sacudiéndose los pájaros de encima, enviándolos a volar.

Durante el siglo XVIII tuvo lugar una conversación entre los dos hermanos. Los tiempos de los árboles no son los tiempos de los hombres.

—¿Qué te pasa? —preguntó el Olmo— ¿Por qué no creces, por qué no eres tan alto como yo si nos plantaron a la vez?

Su hermano no contestó durante quince meses.

—¿Dónde está el río? —preguntó por fin. El Olmo echó raíces abajo, preguntó a lombrices y escarabajos, indagó los secretos de las larvas de cigarra que dormitan sus largas vidas en la oscuridad. Cinco años después contestó:

—Abajo —dijo lentamente, porque era invierno y cada palabra tardaba semanas en formarse—. Más abajo que alto es mi tronco hasta la última rama, abajo donde el suelo sabe dulce y se puede notar el agua resbalando sobre criaturas veloces y extrañas. Abajo, corriendo por el cauce y filtrándose entre las piedras como se filtra el agua entre mis raíces cuando llueve. Muy lejos de donde estamos.

El hermano del Olmo dijo:

—Yo quisiera crecer junto al río.

—Pero no puedes —dijo el Olmo, perplejo—. Estás aquí conmigo, protegido por paredes de piedra hueca, rodeado de criaturas veloces que aplastan el suelo cuando apoyan en él sus dos ramas. El río está muy lejos.

Pasaron dos años de silencio. El Olmo echó una nueva rama, acogió un nido de autillos.

—Yo quisiera crecer junto al río —repitió su hermano durante un verano de luz brillante como el ala de un escarabajo.

El Olmo se encogió de ramas; algunas hojas verde oscuro se desprendieron. No acababa de entender a su extraño hermano menor: era un olmo, y los olmos siempre saben cuál es su sitio.

Ese otoño el hermano del Olmo perdió las hojas antes de que amarillearan. El Olmo no lo notó, pero la gente de Navajas se dio cuenta de que mientras las hojas amarillas del Olmo caían en la plaza como monedas de oro, las hojas verdes de su hermano revoloteaban como vilanos y se escapaban con la brisa planeando entre extraños tirones y tirabuzones, y muchas de ellas terminaban en el Brazal, donde la cascada.

—Intento hablar con los pájaros —dijo el hermano del Olmo muchos años después—. Intento que me hablen del río.

—Los pájaros no pueden hablar con nosotros —dijo el Olmo—. Mueren antes de que hayamos terminado de decir una palabra.

—He enviado mis hojas hacia el río para que me hablen de él, pero mueren antes de llegar.

—Tus hojas no saben cómo volver a ti. ¿Por qué no creces? Echa raíces, cava hondo, busca el río muy abajo, más abajo de lo que alcanzas ahora.

—No son mis raíces las que quieren el río —dijo el hermano del Olmo, y dejó de hablar durante una década.

El Olmo sabía cuál era su lugar y creció en la Plaza de Navajas, rodeado de los olores del ganado, de la gente, del moho de los sótanos y de la tierra mojada. Pero un día el hermano del Olmo dijo:

—Sé cómo ir al río. Mis raíces nunca lo alcanzarán y mis hojas nunca llegarán hasta él, pero sé cómo ir al río.

—¿Cómo? —preguntó el Olmo.

—Te he estado estudiando —dijo su hermano—. Tú te estás convirtiendo en el pueblo. Tu corteza es como las piedras huecas de tu alrededor, tus hojas huelen a los seres rápidos que están por todas partes. Eres más grande que tu tronco y alcanzas más lejos que la más alta de tus hojas porque eres un olmo que se ha convertido en un lugar. Si tú puedes ser un lugar, yo puedo ser un río.

El Olmo vio, como solo ven los olmos, que su hermano de repente se extendía todo a su alrededor como un rocío matutino, como el agua que choca contra las piedras en la cascada: un olmo de agua, un árbol esbelto de plata y cristal que se expandió por el aire del pueblo y se disipó. Sus hojas notaron el frescor de su hermano por última vez.

El pueblo taló el pequeño olmo muerto, hicieron tablas con su tronco, las usaron en puertas y corrales, se calentaron con las ramas: no eran tiempos de malgastar buena madera. La Plaza gravitó en torno al único olmo restante, que ya era el Olmo y que ya era el pueblo.

El Olmo todavía nota de vez en cuando, al modo lento de los árboles, una hebra de humedad traída por la brisa, un fantasma fresco de agua con olor a cañas y a limo. Y sabe que su hermano está bien: los olmos siempre saben cuál es su lugar, aunque a veces les cueste alcanzarlo.

Así que esta es la historia, y es cierta: Roque Pastor plantó dos olmos. Uno es un pueblo ahora. Y el otro consiguió ser un río.


Seguimos con las historias del Olmo. La razón de estas historias la tenéis en esta entrada: estamos apoyando al Olmo de mi pueblo para que se convierta en Árbol Europeo del Año. Historias anteriores en este mismo blog.

¡Gracias por leer! Puedes votar los dos árboles que más te gusten en este enlace; solo necesitas un correo electrónico válido y no ser un robot.