~ Capítulo Primero ~

 

El inicio de este caso (empezó a contar Holmes) fue tan poco espectacular que casi me resisto a narrárselo. Dos días después de su partida, Watson, la señora Hudson trajo un telegrama.

-El chico espera respuesta, señor Holmes —me dijo.

Ya sabe usted, Watson, que prefiero el telegrama a casi cualquier otra forma de comunicación; obliga a ser claro y directo sin perderse en divagaciones ni retórica inútil. Mi sorpresa fue ver que quien usaba este medio no era, como suele ser habitual, la policía, sino alguien que requería mis servicios. El telegrama decía así:

Necesito su ayuda investigar cuadro pariente posiblemente embrujado STOP Si disponible, visitaré mañana siguiente respuesta STOP Harold Smythe

El texto me intrigó. Era obvio que el redactor no tenía mucha experiencia enviando telegramas y había compuesto un mensaje notablemente confuso. A la vez, si alguien que no tiene costumbre de enviar telegramas me envía uno, es lógico suponer que el problema era serio, al menos para el señor Smythe. No teniendo casos urgentes que requirieran mi atención, envié una respuesta afirmativa y al día siguiente me dispuse a esperar al remitente.

Harold Smythe resultó ser un hombre joven y bien vestido, de treinta y cinco a cuarenta años, con el pelo color pajizo y ojos de un azul desvaído en una cara de tez sana y rubicunda. Tenía una expresión agradable y se comportaba con cierta timidez. Tras presentarse, se sentó en el borde de la silla que le ofrecí y me miró un largo instante tragando saliva, como si no encontrara las palabras adecuadas.

-Debe creerme cuando le digo que no pretendo hacerle perder el tiempo, señor Holmes. Un hombre de su reputación… —empezó a decirme. Le atajé levantando una mano.

-Señor Smythe, se lo ruego: permítame determinar a mí el uso de mi tiempo. Su telegrama era un tanto confuso; sea tan amable de explicarme los hechos.

-Es difícil saber cómo empezar —repuso él, sacando un pañuelo del bolsillo y pasándoselo por el cuello con gesto nervioso—. Es todo tan increíble…

Suspiré para mis adentros. La verdad, Watson, es que no entiendo por qué la mayor parte de nuestros clientes creen necesario perderse en comentarios y circunloquios cuando vienen a mí simplemente para que esclarezca unos hechos. En parte para darle tiempo a ordenar sus ideas, y en parte para hacerle notar que me tomo mi trabajo en serio, me arrellané en mi butaca, cerré los ojos, y le dije:

-Señor Smythe, en mi profesión se aprende a no usar la palabra increíble a la ligera. Entiendo que un hombre como usted, cuyo trabajo le exige pasar a menudo algunos díasen la ciudad, pero que vive la mayor parte del tiempo retirado en el campo, tenga una definición del término algo más amplia que la mía, pero esté seguro de que le escucharé con toda atención y la mayor simpatía.

-¿Cómo sabe usted…? —balbució Smythe. No pude evitar un gesto de impaciencia.

-Lo sé de la misma manera que sé que estuvo casado con una mujer más rica que usted, tras cuyo fallecimiento se encontró usted en una situación económica bastante apurada, que no ha mejorado en exceso desde entonces. Pero me alegra ver que sus segundas nupcias, aunque no le hayan aportado las mismas riquezas materiales, han sido con una mujer de la cual está sinceramente enamorado. Me atrevo incluso a decir que el sentimiento es mutuo. Mi enhorabuena, y espero que pronto su esposa Rose y usted se verán libres del problema que le ha traído hoy a mis habitaciones.

-¡Señor Holmes…! —la expresión del joven me dijo que había dado de lleno en la diana. Oculté mi satisfacción tras una expresión de amable profesionalidad.

-No hay nada de extraño en ello —dije, sonriendo y levantando una mano para calmarle, ya que Smythe se había medio levantado de su asiento y miraba a su alrededor como si esperara ver salir un espectro de las paredes—. Son sólo algunas deducciones que he hecho a partir de su aspecto y modales. Siéntese, permítame ofrecerle una copa de jerez, y deje que se lo explique.

La señora Hudson trajo jerez y unos bizcochos. Hice que bebiera un buen trago y que se comiera un bizcocho mientras le explicaba:

-Que vive usted en el campo es fácil de deducir por su envidiable complexión, que los que vivimos en Londres no alcanzamos con facilidad. Que ha venido usted por unos días se deduce del atroz abrillantado de sus zapatos, tan característico de los hoteles baratos; se ve claramente que el betún no ha sido bien esparcido y que el cepillo no ha pasado con la necesaria energía por todo el empeine. Como su traje es de excelente calidad y esmeradamente cuidado, no debo pensar que tiene usted un sirviente negligente, sino que ha tenido que echar mano de los servicios del hotel para adecentar su calzado. No está alojado allí por placer, dado que, como le he hecho notar, el hotel no es de los mejores. Alguna otra causa le impulsa a venir Londres y pasarse al menos dos días sufriendo los cuidados de un limpiabotas deficiente en lugar de gozar del aire sano del campo. ¿Qué puede ser, sino trabajo?

Smythe se había recuperado lo bastante como para seguir mis explicaciones y contribuir a ellas.

-Tiene usted razón, señor Holmes. Soy traductor de francés y alemán. Trabajo en casa, pero cada cierto tiempo vengo a la ciudad a presentar mi trabajo a los editores. Generalmente me quedo varios días para asegurarme de que las primeras pruebas de impresión se hacen como es debido. Mi situación económica no me permite hoteles de lujo, así que suelo alojarme en el Blue Peter. Sus limpiabotas no son los mejores de Londres, desde luego, pero —mi cliente sonrió inesperadamente y perdió gran parte de su aire inseguro— no tengo quejas respecto a su cerveza. De todos modos, ¿cómo ha podido saber lo de mi segundo matrimonio?

-Su dedo anular izquierdo —dije, y él se lo miró en un gesto automático—. Verá que lleva la característica señal de una alianza que ha permanecido ahí durante años: la piel está descolorida y la presión del anillo ha creado un surco alrededor del dedo. Pero ahora hay una segunda alianza sobre esa marca. El hecho de que la marca anterior se pueda ver me dice que usted llevó antes en ese dedo una alianza diferente, más grande y ancha, en lugar de la fina banda de oro de calidad media que lleva ahora. Si la anterior se hubiera roto, o perdido, usted la hubiera sustituido por una igual, o lo más parecida posible. Como no es así, deduzco que su anterior esposa falleció y que ha sido usted lo bastante afortunado como para que otra mujer le otorgue su mano.

-Y de la anchura del anillo y la calidad del oro deduce que he caído en malos tiempos—rió Smythe—. Tiene toda la razón, señor Holmes. Mi primera esposa era rica. Nuestro matrimonio fue apacible, sin ser especialmente feliz, pero terminó cuando ella murió de una crisis cardiaca. Su capital estaba en usufructo, y cuando ella murió volvió a pasar a la familia. Por ciertas cuestiones con las que no le aburriré, esto me dejó a mí sin más ingresos que mi magro salario como traductor, aunque créame cuando le digo que no lo lamento. ¿Pero cómo supo que el dinero era de ella? Podría haber sido mío y haberlo perdido en las carreras, por ejemplo.

-Podría —asentí—. Pero un detective ha de ser también un buen fisonomista, y usted no tiene el aspecto de quien haría algo así. Por si eso fuera poco, su traje es, como ya le he hecho notar, de una hechura excelente. Sin duda fue hecho a medida, aunque ahora le queda un poco holgado en la cintura, testimonio también de que en el pasado gozó usted de un físico más rollizo. Sin embargo, veo que lo conserva muy bien y lo cuida con esmero. En mi experiencia, la gente que pierde o derrocha su dinero no se preocupa por estos detalles. En el primer caso la desgracia les hace negligentes, y en el segundo caso la irresponsabilidad les hace descuidados.

-No le diré que no, puesto que acierta —replicó él, tomando un segundo bizcocho—. Es un buen traje, y me interesa que se conserve en buen estado algunos años más. En cuanto mis finanzas se recuperen un poco tendré que pedir una cita a mi sastre. A mi ex—sastre, debería decir. ¿Y cómo sabe que quiero a mi mujer y que ella me corresponde?

-Señor Smythe, debería resultarle obvio incluso a usted —dije yo—. Los daños que ha sufrido el traje han sido reparados con habilidad y cuidado, su corbata está en un estado excelente, el cuello de su camisa está inmaculado, al igual que los puños, y una mano previsora ha cosido una cinta de seda negra a su chaleco, en lugar de la leontina que debió adornarlo en el pasado. Alguien ha ido más allá del deber de un ayuda de cámara para que su aspecto sea inmejorable y le ha enviado a Londres bien pertrechado con cuellos y puños limpios. Y además, ningún ayuda de cámara que yo conozca deja que su patrón se seque el cuello con un pañuelo de mujer.

Smythe miró el cuadradito de tela bordado que aún sostenía en una mano y lo acarició distraídamente mientras reía en voz baja.

-La reputación que le atribuyen se queda corta, señor Holmes. No tenía idea de que sus capacidades fueran tan impresionantes. Es cierto que en el pañuelo están bordadas las iniciales R.S., pero sin duda eso no pudo bastarle para saber que mi mujer se llama Rose, ¿verdad?

Esta vez fue mi turno de sonreír. No lo había sabido con certeza hasta que él me lo confirmó.

-No, y ahí admito que mi deducción ha sido un poco arriesgada, pero pensé que valía la pena correr el riesgo. He observado a menudo que la gente que está en contacto frecuente con un determinado olor acaba siendo inmune a él. En su caso, usted no ha notado, o ha olvidado, que el pañuelo está impregnado en esencia de rosas, un aroma que he percibido con toda claridad cuando lo ha sacado del bolsillo. Eso, unido a las iniciales del pañuelo, me ha permitido aventurar la pequeña suposición de que el perfume favorito de su esposa sería el de la flor de la que toma el nombre. Como ve, nada extraordinario.

Smythe movió la cabeza.

-Quizá no sea extraordinario para usted, señor Holmes. Para mí ha sido como la luz de un relámpago en mitad de la noche. Ahora estoy convencido de que nadie más que usted podrá resolver este misterio. No tengo mucha imaginación, pero desde que tío Amos compró ese malhadado cuadro, le prometo que lo veo cambiar ante mis ojos. Mi esposa es presa de la más terrible ansiedad, y mi tío Amos está perdiendo rápidamente tanto su salud como su dinero. Todos empezamos a temer que algo maligno se ha asentado en nuestro hogar. Ocurren cosas que…

-¿Por qué no empieza por el principio, señor Smythe? Cuéntemelo todo con calma, por orden, y no omita ningún detalle, aunque le parezca trivial. Entonces le diré si estoy verdaderamente en disposición de ayudarle.

Smythe asintió, respiró hondo, y se embarcó en un relato que sonó, incluso para alguien tan poco dado a la fantasía como yo, curiosamente inquietante.

-Desde poco después de nuestro matrimonio, mi tío Amos consintió en alquilarnos parte de su casa de Islington, al menos mientras nuestra situación económica no mejorara. Si le parece raro que un pariente nos cobre alquiler, le diré que nuestro parentesco es lejano, y que de todos modos su carácter nunca fue muy dado a la generosidad. Su casa es amplia, y con los años tío Amos ha ido quedándose sin sirvientes. Con nosotros en ella, conseguía a la vez un pequeño aporte económico y alguien que mantuviera la casa en orden.

-¿Qué profesión ejercía su tío? —pregunté.

-Anticuario. No se le dio mal en sus tiempos y acabó por reunir una suma respetable antes de retirarse, de la que hace uso muy esporádicamente. Pero ahora sólo compra cosas para su colección particular. Yo no entiendo gran cosa de antigüedades ni de arte, señor Holmes; a mí me parece que las habitaciones de mi tío están repletas de trastos viejos y malolientes, pero él está muy orgulloso de cada pieza, y puede pasarse horas enteras contemplándolas.

“Como todos los viejos, mi tío es presa de muchas manías. Una de ellas es la superstición y el más allá; ha leído todas las obras publicadas al respecto. El mundo de los espíritus es su gran pasión, no sé si por sentir que va a encontrarse pronto en él o por alguna otra causa.

“Hace cosa de un mes, mi tío volvió a casa muy contento, cosa rara en él, y estuvo muy hablador durante la cena. Nos confió haber hecho un gran negocio con la compra de un cuadro que traerían a la mañana siguiente. Era raro en él mostrar tanto entusiasmo por un simple cuadro, pero no le dimos mayor importancia.

“El cuadro llegó, en efecto, a la mañana siguiente. Resultó ser un retrato de un caballero vestido con uniforme de principios de siglo. No me pareció de un gran valor artístico, pero como ya le digo, no entiendo mucho de estas cosas. Para mí, los colores eran apagados y la expresión del caballero algo pasmada, pero mi tío se deshacía en elogios.”

-¿Recuerda el nombre del pintor?

-No, lo lamento. Sonaba a extranjero, es todo lo que puedo decirle. Pero de todos modos resultó que el entusiasmo de mi tío no se debía al cuadro en sí, sino a un curioso fenómeno que manifestaba. Mi tío nos llamó a su estudio y puso el cuadro donde le diera buena luz, pidiéndonos que lo miráramos detenidamente unos momentos.

“Hicimos lo que nos pidió; a la luz se veía que el cuadro estaba mal conservado; el caballero posaba contra un fondo liso, de un color que sólo puedo definir como amarillento, y en este fondo se veían algunas áreas más oscuras, como si algo hubiera manchado el lienzo.

“Bueno, señor Holmes, cuál no sería mi sorpresa cuando vi de pronto que esas manchas más oscuras no eran tales, sino un rostro que asomaba por encima del hombro del retratado. Mi mujer lo vio casi a la vez que yo y no pudo evitar una exclamación de alarma. Mi tío parecía a punto de echarse a reír de pura satisfacción.”

-Disculpe la interrupción, señor Smythe —dije, echándome hacia delante en mi asiento—. ¿Podría describirme con detalle cómo era ese rostro?

-No sabría decirle exactamente, la verdad —dijo mi cliente, frunciendo el ceño—. Era extraño, casi diría inhumano. Se mostraba un poco ladeado y tenía grandes ojos rasgados y una boca grande que formaba una fea mueca. Parecía estar mirándonos directamente, por eso nos sorprendió tanto.

-¿No es cierto que carecía de pelo?

-¿Pelo? —repitió Smythe, confuso—. Supongo que… No, no, tiene razón. No tenía pelo.

-Pero sí que tendría unas pobladas cejas.

-Ahora que lo dice, sí, así es; unas cejas pobladas y arqueadas.

-Comprendo. Continúe con su relato, por favor; lo encuentro de gran interés —dije. Smythe me miró un momento con expresión confusa, pero enseguida siguió:

-La satisfacción de mi tío se debía, según nos explicó, precisamente a este segundo rostro. El caballero que le había vendido el cuadro, un tal Xavier Saw, le había dicho que la pintura era un vínculo con el mundo de los espíritus, y el rostro que se veía, una manifestación del Más Allá. Mi tío no cabía en sí de gozo, señor Holmes, y colocó el cuadro en un lugar de honor en su estudio donde lo contemplaba a todas horas, paragran disgusto de mi esposa, que consideraba este segundo rostro desagradable en extremo.

“Pocos días después de esto, mi tío empezó a cambiar. Siempre había sido de talante arisco y malhumorado, pero ahora, además de mostrarse mucho más impaciente e irritable, parecía también inquieto. Salía de su estudio para volver a entrar a los pocos minutos, prescindió de su paseo diario, dormía a ratos perdidos y por la noche le oíamos bajar al estudio, para subir de nuevo al rato con pasos apresurados, como si quisiera escapar de algo. Perdió el apetito y empezó a adelgazar.

“Mi esposa y yo, preocupados, le insistimos para que viera a un médico, pero se negó. Al día siguiente empezaron las visitas de Saw.”

-El hombre que le vendió el cuadro.

-Así es. Sé que la primera vez fue mi tío quien le invitó a venir, pero luego empezó a visitarnos sin previo aviso, dos y hasta tres veces por semana. Mi tío y él se encerraban en su estudio y pasaban allí horas y horas. No sé qué hacían, pero sé que mi tío empezó a vender algunas de sus antigüedades después de la segunda visita, porque me encargó a mí llevarlas a un marchante. Y aunque solía mostrarse más aliviado tras cada visita de Saw, poco después volvía a mostrar el estado de excitación nerviosa que nos preocupaba.

“Esta situación continuó durante un par de semanas. Por fin, después de una noche especialmente mala durante la que tío Amos estuvo a punto de perder la compostura tras la cena, conseguimos que se sincerara, al menos parcialmente, con nosotros. Nos llevó a su estudio —en el que nos dejaba entrar muy raras veces y al que no habíamos vuelto desde la compra del cuadro— y nos mostró de nuevo el retrato.

“Señor Holmes, yo no me asusto fácilmente; pero cuando volví a ver el extraño rostro sentí la sangre helárseme en las venas, y poco faltó para que mi mujer se desmayara. Había cambiado, sin duda alguna. La mueca de la boca se había convertido en una sonrisa colmilluda de demonio, los ojos parecían despedir chispas de odio, y todos sus espantosos rasgos aparecían mucho más concretos y claros, asomando casi en relieve sobre el hombro uniformado del caballero del retrato. Créame cuando le digo que era una visión salida de las propias simas del infierno.”

***

Oyendo la vehemente descripción de Smythe, tan cargada de emoción y tan desprovista de datos, me acordé de usted, Watson, y de su gusto por el lirismo cuando pone por escrito alguna de nuestras aventuras. Pero en esta ocasión, y viniendo de un cliente, el dramatismo se interponía en la resolución de un caso que yo ya empezaba, aunque cautamente, a ver claro.

-Señor Smythe —interrumpí, no sin cierta severidad—, las simas del infierno se hallan bien lejos de Islington, se lo garantizo. ¿Está seguro de que el rostro había cambiado realmente, y no de que su recuerdo de su aspecto inicial era erróneo?

-Estoy seguro, señor Holmes —repuso Smythe—. Esa era, precisamente, la causa de la inquietud de mi tío. Al ver cómo el rostro adoptaba un aspecto cada vez más claro y horrible, empezó a temer que había permitido la entrada en su hogar de alguna influencia maligna. Sin dejar de vigilar el cuadro noche y día, terminó llamando a Saw con la esperanza de que el antiguo propietario del cuadro tuviera alguna idea sobre cómo librarse del extraño demonio. La solución obvia (que tanto mi esposa como yo le señalamos en cuanto vimos el rostro demoníaco, es decir, destruir el cuadro) fue acogida con auténtico espanto por mi tío. Según le había dicho Saw, no había mejor manera de dar entrada libre en nuestras vidas a todos los horrores del Más Allá. Por eso el vendedor se convirtió en visitante habitual de nuestra casa, y por eso pronto mi tío empezó a darle grandes sumas de dinero con las que, presumiblemente, se costeaban los rituales necesarios para eliminar la amenaza del cuadro.

“Durante algunos días mi tío se tranquilizó y nos dijo que los cambios del cuadro se habían detenido. Pero hace apenas una semana empezaron de nuevo, peores que antes; pude ver el cuadro, señor Holmes, y me causó una impresión todavía mayor que la segunda vez. Parecía que el rostro había adquirido nuevas tonalidades grises y verdosas que lo hacían todavía más repugnante. Pude ver también que el estudio de mi tío tenía un aspecto desolado y vacío, a causa de todas las piezas que había vendido para costear los gastos que Saw requería. Toda la estancia despedía un tufo casi asfixiante a óleos e inciensos, y había velas y cosas que no pude identificar, pero que no estaban antes allí. Tío Amos estaba irreconocible, demacrado por la inquietud, y de un color casi tan verde como el del cuadro.”

-¿Qué hizo usted entonces? —dije, para animar a seguir a Smythe, que había caído en un silencio reminiscente.

-Intenté hablarle, decirle que se librara del cuadro. No me hizo ningún caso, pese a que Rose se unió a mis ruegos; el cuadro le causa una profunda inquietud, y no me importa decirle que a mí también.

“No sabía muy bien lo que hacer; la policía no me haría caso, y mi tío no está dispuesto a atender a razones. Pero un amigo mío me habló de usted, y de que acepta casos extraños si despiertan su interés. Como tenía que venir a la ciudad de todos modos a entregar un manuscrito, pensé en visitarle y contarle mi problema.”

-Ya veo. ¿Y qué espera que haga yo, exactamente? Mis casos no suelen tener que ver con el mundo de los espíritus, señor Smythe.

-A decir verdad, señor Holmes, no lo sé —mi cliente se frotó el mentón con un gesto que delataba nerviosismo—. No sé qué hacer o a quién acudir. Temo que le parezca un caso estúpido, y quizá lo sea, pero mi tío está aterrorizado, y a la vez parece incapaz de hacer nada por remediar la situación, excepto recurrir a la ayuda de Saw, y eso a su vez está agotando su fortuna. Nosotros no podemos convencerle. Se me ocurrió que quizá lo que necesite sea un extraño que le haga ver el peligro y le convenza para que destruya el cuadro.

-¿No le inquieta que la destrucción del cuadro traiga el horror que temen su tío y Saw? —pregunté.

-No lo sé, señor Holmes. Si se encargara usted del caso, lo pondría todo en sus manos y aceptaría cualquier consejo que quisiera darme. Yo no sé qué pensar al respecto. Necesito su ayuda.

-Señor Smythe, mi trabajo es el de detective consultor, no de exorcista consultor. Confío en que fuera usted consciente de este hecho cuando entró en mis habitaciones.

Hice una pausa, durante la que vi cómo la expresión de Smythe pasaba de la ansiedad a la decepción.

-Sin embargo —continué—, su narración no carece de ciertos puntos de interés, y si me lo permite, me gustaría desplazarme a Islington cuanto antes y ver con mis propios ojos ese curioso cuadro.

-¡Señor Holmes! No sé cómo agradecerle… Mi esposa y yo… Por supuesto, cuando quiera, inmediatamente…

Parecía dispuesto a seguir con efusiones. Levanté una mano para detenerle, incómodo.

-Por favor, señor Smythe, soy hombre enemigo de palabras inútiles cuando un caso llama a mi puerta. Usted necesita entregar un manuscrito, me ha dicho. Bien, le sugiero que lo haga y que, si puede zanjar sus asuntos, me acompañe en el tren de las cuatro cuarenta y dos a Islington. Yo, mientras tanto, debo comprobar algunas cosas —dije, levantándome para darle a entender que el plan sugerido debía ponerse en acción de inmediato. Smythe se levantó a su vez, me estrechó efusivamente la mano, me aseguró que estaría en la estación a tiempo, y partió con un paso mucho más vivaz que cuando entró en el estudio.

***

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