~ Capítulo Segundo ~
Hacía tiempo que el servicio de té había sido recogido, y Holmes y yo nos habíamos sentado frente al fuego con sendas pipas. Llegados a este punto, Holmes calló y se aplicó a la tarea de rellenar su pipa de madera de cerezo y encenderla, mientras yo pensaba en los pormenores del extraño caso que se había cruzado en el camino de mi amigo durante mi ausencia.
—Qué extraordinario —comenté—. ¿Recuerda el caso del sabueso de los Baskerville, Holmes? En aquella ocasión también pensamos que nos la tendríamos que ver con el mundo sobrenatural.
—Quizá lo pensara usted, Watson —replicó mi amigo entre chupada y chupada a la pipa—. Yo tiendo a buscar las explicaciones primero en este mundo, y raras veces me quedo sin encontrarlas.
—¿Barruntaba usted que este era el caso?
—No «barrunté» nada, mi querido amigo. Ya sabe usted que aborrezco teorizar antes de tener en posesión todos los hechos. Pero no le negaré que por mi cabeza cruzaron no menos de cinco explicaciones que daban cuenta del relato de Smythe, ninguna de las cuales, permita que se lo diga, implicaba al mundo de los espíritus.
—Me imagino que usted sospechó de inmediato del tal Xavier Saw.
—¡Excelente, Watson! Eso fue, en efecto, lo primero que se me ocurrió. Al fin y al cabo, el viejo estaba poniendo grandes cantidades de dinero en sus manos. Cuando Smythe se fue me dediqué a hacer algunas averiguaciones.
—¿Y qué averiguó?
—No gran cosa, principalmente porque de inmediato estuve seguro de que ‘Xavier Saw’ era un alias. Scotland Yard no tenía nada bajo ese nombre, y por eso pensé que sería mejor ir directamente a Islington y hacer lo posible por conocer al señor Saw cara a cara cuanto antes. Por supuesto, también tenía un vivo interés por ver el cuadro.
—Sí, respecto a eso, Holmes, usted acertó al decir que el rostro era calvo y con cejas pobladas, ¿cómo pudo saberlo?
Holmes sonrió saturninamente y rió un poco entre dientes antes de responder.
—Permítame que me reserve ese pequeño detalle para más adelante en mi narración, Watson. Le aseguro que entenderá pronto cómo hice lo que hice.
—En ese caso, no le interrumpo más. Siga, por favor, siga.
—Se hace tarde. ¿Tiene inconveniente en que siga mientras nos dirigimos a Simpson’s?
—Ninguno en absoluto.
La niebla había empezado a levantarse. Mientras caminábamos lentamente por las calles, aún cubiertas de un velo húmedo y lechoso, Holmes continuó con la narración.
***
Smythe fue puntual, y esa misma tarde nos encontrábamos en Islington, frente a una casa que debió haber visto mejores días. Demasiado grande para su jardín, era una monstruosidad estilo Tudor, con fachada de piedra oscurecida por la edad y el hollín. Mostraba todos los signos de un esplendor olvidado y de décadas de abandono, así como indicios de algunas reparaciones, recientes y superficiales, que deduje habían empezado desde que mi cliente y su esposa fueron a vivir a la casa.
—Mi tío ocupa casi toda la planta baja y el ala oeste del primer piso —me explicó Smythe—. Será mejor que espere mientras hablo con él. No sabe que viene usted.
Acepté para tener una oportunidad de examinar el vestíbulo. Ya sabe usted, Watson, que las casas suelen decir mucho acerca de la gente que vive en ella, y esta no fue una excepción. La personalidad avara del dueño estaba presente en cada desconchón sin arreglar, cada rincón mal barrido, y cada mancha de humedad. Sin embargo, los bustos y cuadros del vestíbulo mostraban no poco discernimiento. Vendiendo apenas un par de las piezas que allí había se habrían podido costear las reparaciones que la casa tan obviamente necesitaba.
Estaba examinando un excelente Albert Moore cuando unos pasos me hicieron volverme. Mi cliente, con una sonrisa levemente incómoda, venía acompañado de un anciano encorvado, de cejas pobladas y mirada brillante, que renqueaba medio paso por detrás. Iba vestido con una levita de treinta años atrás, y le protegía el cuello la bufanda que estaba usted examinando antes, Watson. Su expresión era una curiosa mezcla de hostilidad y aprensión.
—Señor Holmes —dijo Smythe, un tanto rígidamente—, mi tío, el señor Amos Fernville. Tío Amos, el señor Holmes viene a interesarse por el… eh… problema con su cuadro.
—Mi cuadro no tiene ningún problema —dijo Fernville, estrechando de mala gana la mano que le tendí. Su presa era débil y temblona. Su tez amarillenta y fofa, las escleróticas enrojecidas, y un cierto temblor nervioso que se percibía claramente en las puntas de su cabello, delataban el declive de salud del que me había hablado su nieto.
—Tío… —empezó Smythe, sin que el anciano le hiciera el menor caso.
—Y usted, señor Holmes, no tiene nada que hacer aquí—continuó Fernville, mirándome con recelo—. Este no es trabajo para un policía metomentodo. Si el incapaz de mi sobrino ha ido a verle, es asunto suyo. Pero esta es mi casa y yo no le he llamado.
—Ya que estoy aquí, señor Fernville —dije, dejando pasar el insulto— ¿qué daño hay en que me deje al menos ver el cuadro en cuestión? No como detective, si no lo desea, sino como aficionado al arte. Un antepasado mío, Vernet, fue pintor de cierto renombre.
—Vernet, sí —replicó Fernville—. Sobrevalorado. Poseo un par de piezas suyas. Pero no me engaña: viene usted a mofarse, señor Holmes, a meterse donde no le llaman, a burlarse de cosas que le superan con mucho. Vea el cuadro si lo desea, y líbreme de su presencia después. No es bienvenido en mi casa.
—¡Tío, por favor!
—Y tú has abusado de mi confianza —replicó el anciano, volviéndose con una vivacidad que su edad no hacía suponer—. Llamas a detectives para que invadan mi casa y ganen acceso a mis posesiones. Pues te aviso: lo haces por última vez. Una sola intromisión más, una sola, Harold, y os encontraréis ambos, tú y tu mujer, en la calle.
Smythe palideció y pude ver que se contenía con esfuerzo para no dejar escapar alguna réplica airada. Odio las escenas, Watson, y odio ser testigo de dramas familiares que no me incumben; era hora de terminar con la situación.
—Señor Fernville —dije secamente—, si mi presencia le disgusta tenga por seguro que no la soportará ni un instante más. No suelo poner mis talentos, por escasos que sean, al servicio de quienes no los han solicitado.
Di media vuelta, y allí habría acabado todo, y no estaría ahora contándole esta historia, Watson, si Smythe no se hubiera interpuesto físicamente en mi camino.
—¡Señor Holmes, señor Holmes, se lo ruego! Mi tío no está bien. Es el miedo lo que le hace hablar así, se lo aseguro. Tío Amos —siguió, volviéndose hacia el iracundo anciano—, permita al menos que el señor Holmes vea el cuadro. No deseamos otra cosa.
—Ya le he dicho que si eso hace que salga de mi casa, puede mirarlo todo lo que desee —dijo Fernville, y me di cuenta de que su resistencia anterior había sido, en parte, fingida. En el fondo, el viejo necesitaba que alguien más fuera testigo del fenómeno que tanto había alterado su vida, pero no quería dejarlo ver.
Irritado por este juego de sobreentendidos que ni me interesaba ni me incumbía, me dirigí hacia el estudio donde estaba el famoso cuadro sin cruzar una sola palabra más. Smythe me siguió atropelladamente y Fernville, entre imprecaciones, renqueó para alcanzarnos.
Yo quería hacerme una idea clara de la sala y de la ubicación del cuadro sin interferencias externas, y en los dos o tres valiosos segundos de que dispuse para ello observé cosas sumamente interesantes.
La habitación era una sala grande y bien iluminada que había sido destinada originalmente a comedor formal. El suelo, de madera, estaba parcialmente cubierto por alfombras valiosas pero desvaídas. Por todas partes se veían los huecos dejados por piezas que habían estado en su sitio durante décadas, a juzgar por las marcas en suelo y paredes, pero que habían sido vendidas recientemente. Aun así, quedaba un buen número de cuadros y esculturas que daban a la estancia un aspecto mitad de museo, mitad de desván. No había orden aparente en su disposición, y todas ellas mostraban huellas de descuido: polvo, pátinas y telarañas deslucían lienzos, bustos y relieves. En el aire pesaba un olor acre y denso a telas polvorientas, cera rancia y óleos.
El cuadro había sido colocado sobre una silla, con el envés hacia el hueco de la chimenea, en el lugar mejor iluminado de toda la sala. Su hermoso marco tallado no mostraba una sola mota de polvo. El lienzo mostraba lo descrito por Smythe: el retrato de un caballero de uniforme, de factura un tanto torpe y manida. Sobre su hombro pude ver de inmediato el rostro demoníaco que me había llevado hasta allí.
No soy hombre impresionable, y estaba preparado para ver algo de factura inquietante, Watson, pero noté que mi pulso se aceleró al cruzar mi mirada con los ojos desiguales y malignos del rostro del cuadro. El efecto era violentamente desagradable; el rostro, levemente en escorzo, era deforme y a la vez curiosamente realista. Parecía salir del retrato, más un relieve que una impronta, a diferencia de la expresión plana y anodina del caballero retratado.
Me acerqué, atraído a mi pesar por el fenómeno, cuando Smythe y Fernville me alcanzaron.
—¿Lo ve usted? —preguntó Smythe, en un susurro casi atemorizado.
—Es difícil no verlo —repuse, sacando del bolsillo mi lente de aumento y examinando el rostro—. ¿Era así de claro al principio?
—En absoluto —dijo Fernville, considerablemente menos enérgico ahora—. Las manchas eran mucho más difusas, y no noté ningún cambio en ellas hasta pasado algún tiempo.
—¿Podría decirme exactamente cuándo, y en qué circunstancias?
—Cuándo, un par de días después de comprarlo. Lo había colocado allí —señaló una mesa de madera oscura a un lado de la chimenea—, y estaba leyendo junto al fuego cuando un leño se partió. El súbito resplandor de las llamas me hizo levantar la cabeza, y me encontré mirando directamente al rostro. Antes estaba allí pero de golpe adquirió, no sé cómo explicárselo, más claridad, más nitidez.
—¿La primera visita del señor Saw fue después de esa noche?
—Sí, pocos días después —Fernville parecía considerablemente menos reacio a mi presencia y más dispuesto a hablar del fenómeno, aunque en su voz se percibía el temblor de alguien que lucha contra un miedo interno—. Le hice venir para que viera el rostro cuando estuve seguro de que no había imaginado el cambio.
—¿Y cuál fue su opinión?
—Que el rostro había cambiado, sin duda. Usted mismo puede ver cómo está ahora; lo vemos cambiar día a día.
No respondí, ocupado en examinar también el marco y el envés del lienzo, que estaba desgastado; la luz se filtraba por algunos pequeñísimos agujeros.
—¿Colocó el cuadro usted en esta silla y ante la chimenea? —pregunté a continuación, incorporándome tras mi examen y volviéndome hacia los dos hombres.
—No, fue Saw. Yo no me atrevo a tocarlo —en la voz de Fernville se percibía ahora el tono de extrañeza que me es familiar cuando un cliente no entiende el propósito de alguna de mis preguntas.
—¿Saw llega a quedarse a veces a solas con el cuadro cuando viene?
—En raras ocasiones, si tengo que salir por algún motivo a dar órdenes a los sirvientes. No les permito que entren aquí.
—Señor Fernville —dije entonces—, entiendo su inquietud; ciertamente el rostro es siniestro en extremo, y usted parece temer que traiga alguna desgracia a su casa. Por eso mismo no me explico su reticencia a deshacerse del cuadro.
—Saw me explicó… —Fernville vaciló—. Señor Holmes, estas cosas no suceden por casualidad. El mundo de los espíritus quiere algo de mí. El cuadro es una señal, una advertencia. Conservándolo, vivo sobre aviso, aunque le confieso que con miedo. Destruyéndolo, pierdo esa ventaja, y puedo atraer sobre mí algún horror, algún… castigo.
Mantuve su mirada un instante; el viejo apartó la suya y carraspeó. Todas las trazas de una conciencia culpable se hallaban presentes. Miré su mano, con una alianza que el tiempo había incrustado en la carne del dedo. Juzgué los signos de su persona, de su carácter y de su residencia y, por una vez, me arriesgué:
—Su esposa —dije suavemente. Fernville me miró con tal terror en el rostro que por un instante temí que sufriera algún tipo de ataque. Le eché de menos en ese momento, Watson; usted sabe cómo calmar una situación que mi deplorable gusto por lo dramático ha convertido en demasiado incómoda.
—No la traté bien, señor Holmes —musitó Fernville, toda traza de arrogancia desaparecida. Tras una breve mirada rápida a Smythe, que permanecía mudo y sobrecogido en un rincón, continuó, cobrando fuerzas a medida que hablaba—. No fui un buen marido, y Dios sabe lo que sufrió durante nuestra vida en común. Cuando me faltó, creo que fue un alivio para ella. Desde entonces he tenido ocasión de arrepentirme de sobra por mis faltas, pero siempre pensé que ella… Siempre pensé que yo merecía un castigo por todo lo que le hice.
—¿Sabe esto Saw?
—Se lo conté durante una de sus visitas. Estuvo de acuerdo en que ella tiene algo que ver.
—¿Y qué está haciendo al respecto?
—Saw tiene… Puede acceder a conocimientos de los que yo no dispongo. Entiéndame, señor Holmes, soy un buen cristiano, pero esto viene de un mundo en el que hay poderes antiguos que no entendemos. Saw conoce fórmulas, ungüentos, rituales… Es todo con un buen fin. Dice que es cuestión de tiempo, nada más.
—Y usted le cree —afirmé, más para mí mismo que para ellos—. Ya veo. Bien, señor Fernville, le agradezco su tiempo y la información que me ha proporcionado. Ahora, como convinimos, le dejo.
Fernville pareció confuso un momento, como si, una vez decidido a hacerme partícipe de su calvario particular, no concibiera que yo no quisiera formar parte de él.
—¡Pero, señor Holmes…! —exclamó Smythe— ¿Es que no piensa hacer nada?
Yo miraba a Fernville, que se había quedado de pie, un poco encorvado, mirando fijamente el rostro demoníaco que aparecía en el cuadro. Me coloqué frente a él para que me mirara, lo que hizo con la expresión del que no había creído tener una última esperanza hasta que la perdió.
—Soy un detective consultor, señor Fernville. Lo sobrenatural, si existe, no me incumbe. Pero su sobrino me pidió ayuda, y sólo se la puedo dar en forma de consejo. “Mi consejo es este: deshágase del cuadro. No espere a mañana, ni a esta noche, no desperdicie un solo momento: quémelo de inmediato. Señor Fernville, no hay nada sobrenatural en su cuadro, se lo aseguro. Lo que usted toma por un demonio mirándole es fruto de sus propios miedos y un poco de ingenio rastrero. Prohíba a Saw volver a entrar en su casa, niéguese a darle un solo penique más, y reduzca el cuadro a cenizas. Le aseguro que tras haber hecho todo eso volverá a dormir como un niño.”
—Cómo se atreve —dijo Fernville, con el rostro congestionado—. ¡Cómo se atreve! Cómo se atreve usted, metomentodo ignorante, a venir a mi casa, a mirar el cuadro cinco minutos, y a presumir que conoce los hechos mejor que yo mismo, que he vivido día y noche con este horror durante todo este tiempo. ¡Salga de mi casa ahora mismo!
¡Salga y no vuelva jamás! ¡Fuera!
El último alarido de Fernville me encontró ya en el vestíbulo, pues como comprenderá había previsto tal reacción y no perdí un instante en dirigirme hacia la salida sin prestar atención a su arranque de genio. Smythe me siguió a toda prisa, atónito.
—¡Señor Holmes…!
Me volví hacia él y hablé con toda la seriedad de que fui capaz.
—Señor Smythe, su tío debe hacer lo que le he dicho. De lo contrario temo por él, y también por ustedes. Se encuentran en manos de un desaprensivo que no dudará en despojarles de todo lo que poseen si permite que siga ejerciendo una influencia tan poderosa sobre su tío. No puedo obligarles a que sigan mi consejo, por supuesto, pero volveré dentro de uno o dos días y les proporcionaré abundantes pruebas que respaldarán por completo lo que les acabo de decir. Cuente con ello. Mientras tanto, es imperativo que haga todo lo posible para impedir que su tío hable a Saw de mi visita a su casa.
Smythe me miró un momento con ojos como platos, pero asintió. No esperé a una despedida formal; cogí mi sombrero y salí de la casa.
***
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