~ Capítulo Tercero ~
Absorto como estaba por el relato de Holmes, apenas fui consciente de cuando dejamos el frío pegajoso de la niebla y entramos en la atmósfera cálida y brillante de Simpson’s, repleta de aromas suculentos y del murmullo sedante de las conversaciones de los comensales. El camarero nos sentó en una mesa apartada. Holmes interrumpió su relato lo justo para pedir una cena sustanciosa precedida de un aperitivo. Acababan de traernos sendas copas de Jerez, y cuando Holmes hizo una pausa para beber un trago, no pude evitar interrumpirle.
—Cielo santo, Holmes, lo que me ha descrito es casi increíble. ¿De veras había un rostro? Le confieso que esperaba que me revelara que se trataba de algún juego de luces y sombras, una ilusión óptica como las que se ven a veces en las nubes.
—No, Watson, era realmente un rostro. Quizá empezara como la ilusión que usted dijo, y fuera un fenómeno fortuito, pero se había convertido, o mejor dicho, lo habían convertido, en un rostro sin lugar a dudas.
—¿Cómo está tan seguro? ¿Vio pinceladas en el rostro?
—No; pero no hacían falta. Vamos, Watson, le he dado todas las claves —Holmes dejó la copa y sus largos dedos se desplegaron en una impaciente enumeración—. La ausencia de polvo en el cuadro; la posición del lienzo; el hecho de que Fernville no deje entrar a los sirvientes en esa sala; la mención de los ungüentos.
Llevaba con mi amigo el tiempo suficiente como para poder aplicar sus métodos, y la enumeración de Holmes me hizo vislumbrar algunas partes de su razonamiento.
—Saw manipula el cuadro cuando Fernville le deja solo. Y los ungüentos… ¿algún preparado químico que oscurece el barniz?
—¡Excelente, Watson! Aumentando los miedos del anciano se asegura de que nadie más toque el cuadro, y cuando le dejan solo, Saw dispone de algunos minutos para aplicar el producto a las manchas, haciéndolas más nítidas y dando al rostro un aspecto cada vez más amenazador. Le comenté también que el lienzo mostraba algunos agujeros. Imagine el cuadro, con el fuego de la chimenea tras él. Lo verá claro cuando le diga que esos agujeros estaban sobre todo a la altura de los ojos del rostro.
—Dios mío… Para Fernville debió ser como ver a un demonio despedir el resplandor de las llamas del infierno por los ojos. No me extraña que estuviera tan asustado. Pero, ¿y la ausencia de polvo?
—Saw limpió el marco cuidadosamente. Si hubiera dejado polvo, forzosamente se hubieran visto las huellas de sus manipulaciones, y Fernville todavía está lo bastante lúcido como para darse cuenta de eso.
—Qué treta más repugnante. Asumo que el móvil era estafar tanto del dinero de Fernville como fuera posible, aprovechándose de su superstición y de su conciencia culpable.
—Sin duda. Por eso salí de la casa sin explicar en detalle mis afirmaciones.
—¿Qué quiere decir?
—Tanto Fernville como Smythe se encontraban en un estado de aguda excitación nerviosa. He aprendido que es inútil usar la lógica para librar a alguien de unas nociones que adquirieron sin mediación de la lógica. Yo me proponía atacar con las mismas armas del estafador, y preparar en mi pequeño laboratorio un producto que creara un efecto semejante, para demostrar a Fernville cómo habían estado abusando de su credulidad —mi amigo se detuvo y su rostro se ensombreció—. Ah, Watson, aquello fue un error. Mi afición por lo dramático, mi idea de crear una demostración impactante y espectacular, me traicionaron en esa ocasión. Debí haber previsto lo que ocurriría; debí haber actuado en aquel momento con todos los recursos a mi alcance.
—¿Por qué dice eso, Holmes? ¿Qué ocurrió? —pregunté, alarmado por su tono lúgubre.
—Al día siguiente muy de mañana recibí un telegrama de Lestrade —respondió, y su rostro se ensombreció todavía más—. Fernville había muerto.
***
El telegrama de Lestrade conseguía el prodigio de ser prolijo en palabras y parco en información. Pude sacar en claro que Smythe había encontrado a su tío muerto en el estudio cuando se levantó, y aunque no había señales de violencia, llamó a la policía y les comentó que había contratado mis servicios, por lo cual Lestrade decidió llamarme. Tomé el primer tren que pude y llegué a Islington con el ánimo perturbado, pero sabiendo que necesitaría tener la mente clara si mis temores respecto a la muerte de Fernville se confirmaban.
No es la primera vez que pierdo un cliente, Watson. Usted recordará sin duda al pobre Hilton Cubitt, y a John Openshaw, cuyas muertes todavía me remuerden la conciencia. Y aunque en este caso la lógica me obligaba a reconocer que difícilmente hubiera podido impedir lo que ocurrió, no pude evitar sentir ese pequeño aguijonazo de dolor, el pensamiento insistente de que podría haber hecho las cosas de otro modo, podría haber sido más astuto, más convincente, más previsor… Pero me desvío del caso.
Encontré la casa de Islington en el estado de confusión normal en estas ocasiones. Lestrade y un par de policías de uniforme vagaban por los alrededores con un aire de ineficacia oficial que en otras circunstancias hubiera encontrado cómico. Mi cliente estaba sentado en el vestíbulo, abatido y muy pálido, pero antes de poder ir hasta él Lestrade me vio y vino a mi encuentro.
—Ah, señor Holmes —dijo, estrechándome la mano y sonriéndome con su sonrisa afilada de comadreja—. Pensé que debía llamarle, aunque el caso parece bastante claro. De hecho no lo llamaría un caso, más bien un desgraciado accidente.
Había un cierto temblor inquieto alrededor de los ojos acuosos del inspector, y deduje que no me había llamado únicamente como cortesía profesional.
—¿Cuál es su teoría, Lestrade? —pregunté abruptamente; mi humor no estaba como para charlas intrascendentes.
—Bueno, el viejo estaba en su estudio, últimamente pasaba muchas horas allí, según el sobrino. Algo debió asustarle por la noche; parece que sufrió un ataque. Se golpeó la cabeza contra el mármol de la chimenea, pero es pronto para decir si fue eso, y no el ataque, lo que le provocó la muerte.
—¿Le ha comentado Harold Smythe el estado de ánimo de su tío a causa de un cuadro?
—Sí, um, me lo ha… Es decir, eh, lo he visto —dijo Lestrade, rehuyendo mi mirada—. Curioso fenómeno, ¿no le parece? Casi se diría que… Um. No negaré que produce una fuerte… impresión.
—¿Sería posible examinar el estudio? Espero que sus agentes no hayan tocado nada, Lestrade. Fernville era el tío de mi cliente y, como cortesía, me gustaría examinar las circunstancias de su muerte tan detalladamente como sea posible.
—No, no hemos tocado nada, Holmes —replicó Lestrade, molesto—. Sabe que hace tiempo que solemos aplicar algunos de sus métodos en nuestras investigaciones, aunque personalmente creo que en la mayoría de los casos, y más en este, son exagerados e innecesarios.
—Estoy seguro de que lo cree —dije—. ¿Me permite pasar?
No esperé su respuesta y me dirigí hacia el interior, eligiendo no hacer caso del murmullo a todas luces disgustado que raspó a mis espaldas. Cuando llegué a donde estaba mi cliente, le ofrecí mi mano. Él la estrechó maquinalmente.
—Señor Smythe, lamento mucho esta desgracia. Dígame qué ocurrió, por favor —le rogué—. El inspector Lestrade no me ha proporcionado todos los detalles.
—Señor Holmes… No… no estoy seguro. Ayer, tras irse usted, mi tío me echó de su estudio y se encerró en él durante horas. Se negó a cenar; cuando nos retiramos, todavía seguía allí y nos echó a cajas destempladas. Es mi costumbre levantarme muy temprano y trabajar un par de horas antes del desayuno. Cuando salí de mi cuarto y vi que el de mi tío tenía la puerta abierta y la cama sin deshacer, bajé a ver si se había dormido en el sillón y… le encontré en el suelo. Temo… temo haber causado esto, al traerle a usted a casa…
—No piense en eso ahora —ordené secamente, esperando poder hacer yo lo mismo—. ¿Tocó el cuerpo?
—Le… le busqué el pulso, le levanté la cabeza. Había sangre… —Smythe se miró las manos y pareció a punto de desmayarse. Le hundí bruscamente la cabeza entre las rodillas y le insté a respirar profundamente.
—Agente, traiga un poco de brandy, rápido —el policía, un ejemplar típico de nuestras fuerzas del orden, con la masa y el cerebro aproximados de un buey, miró a Lestrade.
Recibiendo una desganada inclinación de cabeza del inspector, desapareció y volvió al poco con el brandy. Tras beberlo, Smythe recuperó un poco el color.
—Quédese aquí. No tardaré mucho —dije, y entré en el estudio.
—No hemos tocado nada, como ve —dijo Lestrade desde la puerta, con tono aburrido—. De todos modos le diré que todo parece normal.
Todo, pensé, menos el cadáver que yacía boca arriba junto a la chimenea.
Usted conoce mis métodos, Watson, y no le aburriré con una descripción detallada de todo lo que examiné; baste con decir que no había indicios de violencia ni de lucha. En la alfombra se marcaban las huellas de alguien que, agitado, había dejado caer ceniza de un cigarro en cuatro puntos.
El cigarro estaba en el cenicero, junto a otros dos. Lestrade me vio examinándolos.
—Son la marca que fumaba el viejo —me dijo—. No hay nada extraño ahí, Holmes.
Me incorporé con un pequeño suspiro de exasperación.
—No hay nada extraño si no mira usted las colillas, Lestrade —dije secamente—. Observe: dos de ellas han sido apuradas al máximo, y hay claras marcas de dientes. La otra ha sido apagada mucho antes, y muestra abundantes huellas de saliva, pero ninguna de dientes. Esa colilla fue fumada por Fernville. Las otras dos, por un hombre más joven que tiene la costumbre de hablar mordiendo el cigarro. Un hombre que se paseó por esa alfombra gesticulando con vehemencia, y durante cuya visita Fernville perdió los nervios hasta el punto de tirar su propio cigarro al suelo: vea la quemadura reciente en la alfombra. Luego lo recogió y lo dejó en el cenicero.
Lestrade boqueó, y se acercó para mirar el cenicero, como si no pudiera creer en la realidad que tenía ante los ojos.
—Que me aspen, señor Holmes, no le diré que no es un pequeño detalle curioso — dijo—. Pero eso sólo quiere decir que el viejo tuvo visita anoche.
—Quiere decir mucho más —dije irritado, un poco para mí mismo, y me arrodillé junto al cuerpo. Fernville yacía boca arriba, con los ojos abiertos y la cara contorsionada en un rictus. Estuve a punto de decir en voz alta “Bien, Watson, ¿qué opina de esto?”, pero me detuve a tiempo. La sangre en la parte posterior de la cabeza provenía de un golpe dado contra el remate de mármol de la chimenea, sin lugar a dudas, aunque la bufanda que Fernville todavía llevaba estrechamente anudada al cuello había amortiguado un poco el impacto. Como cadáver, Fernville era mucho menos informativo que en vida. Me levanté con un suspiro.
—Lestrade, yo en su lugar buscaría de inmediato a un hombre que se hace llamar Xavier Saw. Es el visitante de Fernville y, en el mejor de los casos, es la última persona que lo vio con vida.
—Saw, ¿eh? El sobrino no nos ha hablado de eso —comentó Lestrade tomando notas en su libreta, con un tonillo que quería ser sagaz y que me dio ganas de abofetearle—. Bien, le buscaremos, aunque dudo que pueda añadir nada más.
—¿Eso cree? ¿Y qué cree usted que ocurrió, Lestrade?
—Lo que ya le he dicho. El viejo estaba en el estudio, y algo le sobresaltó. El cuadro, seguramente: esa cara rara que se ve debe dar escalofríos de noche y sólo con la luz de las llamas de la chimenea. Cayó hacia atrás, y se golpeó la cabeza. La muerte debió ser instantánea, o casi. Si usted dice que tuvo un visitante, pues bien, quizá fuera así, pero eso no añade ni quita nada al caso.
—No añade ni… Lestrade, si quiere presumir de su pomposa ignorancia, hágalo ante alguien que no sea yo. ¿Ha hablado con Smythe? ¿Sabe la historia del cuadro, las visitas de Saw, la venta de objetos de arte que ha ido realizando Fernville?
—Sí, sí, sí, señor Holmes, ya sé. Usted siempre insiste en esas minucias. Asignaré algún agente a ello, ya nos enteraremos de todo. ¿Ha terminado aquí?
Le juro, Watson, que en ese momento lo vi todo rojo. Pese a todos sus defectos, Lestrade no es exactamente un imbécil integral; posee constancia y cierta astucia rastrera que le sirve a veces para dar caza a algún que otro criminal. Pero aquí estaba dispuesto a pasar por alto detalles cruciales, detalles de vida o muerte, simplemente porque ya se había formado una idea de lo ocurrido y no estaba dispuesto a dejar que cosas tan insignificantes como los hechos, las pruebas o las pistas le hicieran cambiar de opinión. La credulidad de Fernville nacía del miedo, la culpa, y las hábiles mentiras de un manipulador. Pero Lestrade llevaba unas anteojeras que se había puesto voluntariamente para no complicar su pequeña y mezquina vida de funcionario del gobierno. Puestos a elegir entre esos dos fallos del raciocinio humano, soy mucho más capaz de entender el de Fernville.
Algo de lo que estaba pensando en este momento debió asomar a mi expresión, porque Lestrade carraspeó, masculló algo sobre vigilar a sus hombres, y salió de la estancia. Un instante después oí su voz atiplada gritándole algo a uno de los agentes. Me desentendí de él y me volví hacia el cuadro.
No me importa decirle que para entonces ya sentía por el rostro una antipatía rayana en el aborrecimiento. Lo que había empezado como un juego había seguido como un delito, y había terminado en una muerte que, quizá, apuntaba a un criminal. Nada en el cuerpo hacía suponer que la bonita teoría de Lestrade no fuera cierta, pero yo no podía admitirlo con la misma liviandad de espíritu. Si las pruebas me llevaban hasta una muerte accidental, las seguiría hasta allí. Pero todos mis instintos me decían que el final del camino sería mucho más siniestro.
El rostro seguía allí, tan odioso como siempre; parecía mirar al cadáver con una sonrisa de satisfacción y sentí un impulso repentino de hacerlo pedazos allí mismo. Pero me limité a sacar mi lupa y examinarlo cuidadosamente en busca de indicios de manipulación. Al acercarme percibí un leve aroma a disolvente; Saw había hecho algo la noche anterior, pero el rostro presentaba el mismo aspecto que cuando yo lo vi por primera vez. Me erguí, ahogando una exclamación.
Lestrade vino hacia mí de nuevo con una sonrisa divertida que empezó, imagino, cuando me vio olisqueando el lienzo. Pero pasé de largo y fui hacia donde mi cliente, que había recuperado un poco el color.
—Señor Smythe —dije—, ahora debo irme. Pero volveré esta noche y espero para entonces tener información que pueda servirle para, al menos, entender parte de esta tragedia.
Smythe boqueó en busca de una respuesta que no esperé a escuchar. Salí de la casa a paso rápido y me dirigí a la estafeta de correos más cercana. Si la policía había decidido cerrar los ojos, tanto mejor; por mi parte, decidí que había llegado la hora de tener una conversación con el señor Xavier Saw.
***
Si se quiere encontrar a alguien en Londres, Watson, se puede hacer mediante los recursos de Scotland Yard que Lestrade tiene a su disposición —y que tan mal usa—, o recurrir a otras vías, menos ortodoxas pero más efectivas, de las que yo puedo echar mano con mucha más facilidad. Mi visita a la oficina de correos tenía como objetivo poner algunos telegramas que acabarían en breve plazo en manos de gente tan familiarizada con los bajos fondos de Londres que para ellos encontrar a Saw, se escondiera bajo el alias que se escondiera, sería juego de niños. Por supuesto, me refiero a los Irregulares de Baker Street.
Mi necesidad de acción en esos momentos era grande. No soy hombre que guste de sentarse a esperar acontecimientos, y estaba convencido de que el tiempo era, en este caso, esencial. Tuviera o no algo que ver con la muerte de Fernville, Saw debía saber a estas alturas de mi visita del día anterior; las probabilidades de que estuviera escapando o a punto de hacerlo eran altas, y yo no podía hacer más que enviar una descripción de Saw que obtuve de Smythe, confiar en los recursos de los bajos fondos, y esperar. De modo que volví a Baker Street y esperé.
Poco después de mediodía, nuestras habitaciones estaban saturadas del humo del tabaco que me había fumado, y de mi impaciencia y creciente malhumor. Me temo que fui bastante seco con la señora Hudson cuando vino a preguntarme si quería comer algo, aunque el cielo sabe que a estas alturas nuestra excelente patrona debe estar más que acostumbrada a mi carácter.
Por eso, cuando llamaron a la puerta, salté de mi asiento con una exclamación de alegría y la abrí de golpe, para encontrarme con la cara sobresaltada y surcada de venillas de Pinky Dobbs, al que no di tiempo ni a saludar antes de hacerle entrar, sentarle en un sillón y anticiparme a su petición de “algo para mojar el gaznate”. Pinky es un buen tipo, dentro de lo que cabe; su especialidad es pasar bienes robados, y está al corriente de todos los falsificadores y ladrones del East End. Era uno de los tres hombres que esperaba que me trajeran noticias fiables.
—No le diré que fue fácil, señor Holmes —me dijo, tras una descripción complicada y espuria de sus hazañas como sabueso por los peores barrios de Londres—, no le diré que fue fácil, no señor. Es escurridizo, su hombre, el doble de listo que de feo, y la mitad de confiado que de sincero. Estuvo en Londres hace unos años bajo el nombre de Eddie Stallman, forrándose vendiendo falsificaciones de arte, dicen. Tuvo que salir por pies porque la poli iba tras él, pero se ve que volvió hace medio año, y se estableció en el East End. Tampoco le diré que lo vaya a encontrar, la verdad. Wilkins y Davies están vigilando, pero vimos mucho movimiento de cajas y de paquetes. Si quiere que le diga lo que pienso…
—No quiero que me digas lo que piensas, Pinky —dije abruptamente, colmada la poca paciencia que me quedaba—. Quiero menos charla y una dirección.
—Fordham Street, número tres, señor Holmes, no me mire así… ¡Eh!
Cogí mi abrigo y me lancé escaleras abajo antes de que Pinky se levantara de su asiento. Un hansom me llevó hasta el East End, y me encontré en Fordham Street, contemplando el edificio de ladrillo ennegrecido donde se suponía que encontraría a mi presa.
Allí estaba Wilkins, que al verme dio un respingo y miró a todas partes como si esperara ver aparecer a todo Scotland Yard. Le tranquilicé al respecto y le pregunté si Saw seguía en la casa.
—Sí sigue, señor Holmes, en el primer piso lo tiene —replicó, para mi alivio—. Pero le diré, para mí que no hará noche ahí. Le ha entrado una prisa tremenda, de repente.
—Está bien, Wilkins. Gracias —le alargué un chelín—. Puedes irte ya.
Optando por la vía directa, subí las húmedas y oscuras escaleras y llamé a la puerta. El mismo Saw la abrió; detrás suyo se veía una habitación en la que los únicos muebles eran cajas de embalaje, paquetes y algunas bolsas.
—Señor Saw —dije, empujando negligentemente la puerta con mi bastón. Durante un instante Saw parpadeó confuso, pero luego su expresión cambió a una de alarma.
—Usted… ¡Usted es Sherlock Holmes! —exclamó.
—Bien observado —dije con sequedad—. ¿Se marcha?
Le diré una cosa, Watson: Saw me sorprendió. Como mínimo, era un timador, un hombre sin escrúpulos que había usado la superstición de un viejo para sacarle todo el dinero posible. Esperaba de él precisamente lo que estaba haciendo: huir. Lo que no esperaba es que, tras la primera reacción de sorpresa, me franqueara el paso y se dirigiera a mí con bastante tranquilidad.
—Sí, ya ve. He terminado con unos asuntos que me trajeron aquí. ¿A qué debo el honor de su visita?
—Amos Fernville, a quien usted conoce, murió anoche —dije. Saw pareció sorprendido.
—¿De veras? Lo lamento mucho; tenía una relación profesional con él. Una lástima, aunque claro, era muy anciano, y su salud no era muy buena. ¿Conocía usted a la familia?
—Señor Saw, voy a dejarme de rodeos con la esperanza de que usted haga lo mismo: estuvo usted con él anoche.
—¿De veras, señor Holmes? ¿Estuve allí? —replicó él con insolencia—. ¿Y usted también estaba, imagino, y nos vio?
—No, no estuve. Pero sé que estuvo. Sé que Fernville le llamó anoche. Sé que usted acudió, sé que discutieron. Sé lo que ha estado haciendo con el cuadro, Saw.
—No he estado haciendo nada —fue la tranquila respuesta—. El cuadro fue vendido legalmente. Tengo en mi poder el recibo que lo demuestra, si desea verlo.
—No pongo en duda que la venta fue legítima. Pero ha estado usted estafando a Fernville con el asunto del rostro misterioso que se supone aparecía en el cuadro, Saw.
—Señor Holmes, señor Holmes —dijo Saw con una carcajada—. ¿Estafando? No hay necesidad de usar una palabra tan fea. Yo intentaba, en todo caso, ayudar al pobre caballero con su problema.
—Un problema que usted creó. No soy estúpido, Saw; de modo que no me tome por tal. Los cambios en el rostro son obra suya, y también es usted responsable de la pérdida de la fortuna de Fernville con sus requerimientos de dinero para comprar remedios tan caros como inútiles. Puedo demostrar que usted alteró químicamente el barniz del cuadro para que el rostro aparentara cambiar. Es muy probable que Fernville le llamara anoche para acusarle de tal hecho. Quizá mi visita le provocó un atisbo de duda sobre la realidad de la pesadilla sobrenatural en la que creía estar inmerso; no puedo saberlo con seguridad.
“Lo que sí sé es que usted fue a la casa cuando el resto de la familia ya se había acostado. La visita empezó con normalidad, como las anteriores; aceptó usted los cigarros que Fernville le ofreció, fumaron mientras hablaban. En algún punto de la velada, Fernville abandonó la estancia. Usted aprovechó ese momento para intentar cambiar el rostro de nuevo, quizá con la idea de disipar las sospechas del anciano; pero Fernville volvió antes de lo previsto y le atrapó. La discusión se volvió agitada.
“Ignoro si Fernville estaba vivo cuando usted salió de la casa, Saw. Pero sé que es usted un estafador y que, indirectamente, tuvo algo que ver con su muerte. Su marcha precipitada de aquí no ayuda si quiere usted aparentar inocencia, y su pasado como vendedor de falsificaciones tampoco.”
Durante la pausa que siguió vi endurecerse los rasgos de Saw, y durante un instante lamenté haber ido solo y desarmado. Aferré el bastón con más fuerza. Pero Saw acabó sonriendo por un lado de la boca, y rió entre dientes.
—Ya veo, señor Holmes, ya veo. La otra vez que vine a esta ciudad infecta sólo tenía que preocuparme por la policía, pero se ve que sus capacidades están a la altura de lo que se cuenta de usted.
“Ya que quiere saberlo, sí, estuve con él anoche. No pretendía guardarlo en secreto, pero visto que el viejo murió, y como usted dice, teniendo en cuenta mi pasado, pensé que sería mejor una discreta salida de escena.”
—¿Le mató usted?
—¡Cielos, no! Lo que dice es cierto; jugué un poco con esas manchas de barniz, y el viejo hizo el resto. Yo sólo tuve que alimentar su fantasía de vez en cuando, pero en realidad fue él mismo. Veía cambios en el rostro incluso cuando yo no había hecho nada; me confesó la historia con su mujer, y casi me rogaba que aceptara su dinero. Me inventé los rituales, y me embolsé el dinero. ¿Qué podía hacer? Era demasiado fácil; prácticamente le estaba haciendo un favor. Tendría que haber visto lo patéticamente agradecido que se mostraba cuando yo mascullaba algunas tonterías en egipcio inventado. Pedía a gritos que se le estafara.
“No debió inmiscuirse, señor Holmes; Fernville estaba muy contento con su pequeño trozo de infierno en la tierra y su ilusión de que mis manipulaciones hacían algo para ayudarle. Pero llegó usted y Fernville empezó a dudar. Es verdad: me telegrafió esa misma tarde, ordenándome que fuera a su casa, y me habló de su visita.
“Las cosas fueron más o menos como usted ha dicho; el viejo se ausentó un momento y yo pensé que un buen susto ayudaría a que se olvidara de ideas de fraudes y timos, de modo que empecé a trastear con el disolvente que había mezclado para estos casos y que siempre llevaba conmigo cuando iba a esa casa. Pero Fernville me sorprendió; se me ocurre ahora que quizá se ausentó adrede, para ver si podía sorprenderme. Pues bien, me sorprendió.
“Se puso furioso, me acusó de toda clase de cosas, llegó incluso a invocar al espíritu de su esposa muerta para que me fulminara. En vez de eso se le contrajo la cara y cayó al suelo.
“Bueno, imagine mi susto, señor Holmes; no esperaba que tuviera un ataque delante de mí, entiéndalo. Nunca le quise mal, especialmente sabiendo que era un patrón tan generoso con su dinero. Intenté reanimarle con todos los medios a mi alcance, le aflojé el cuello, le di aire… Pero no había nada que hacer; estaba muerto.
“Entonces me asusté. Mi hoja de servicios no es lo que se dice inmaculada; mi presencia en la casa sería incómoda de explicar, sobre todo para mí. Ya no podía hacer nada por él, y la familia lo encontraría por la mañana… Así que me fui.
“Puede usted llamarme estafador, y puede acusarme de irreverencia con los muertos, señor Holmes. Pero no puede llamarme asesino. Yo no maté a Fernville. Si quiere llamar a la policía, adelante; pero no he hecho daño a nadie. Si alguien hizo daño a ese viejo, fue usted. Usted, haciéndole dudar y enfrentándole a una realidad que él no quería aceptar. Si no se hubiera inmiscuido, Fernville seguiría probablemente vivo.”
Saw se cruzó de brazos y me miró con arrogancia. Yo le sostuve la mirada un largo instante. Estaba indeciso, Watson. Por un lado, Saw no parecía violento, ni especialmente dispuesto a escapar. Por otro lado, yo no podía permitir que saliera de aquella habitación. Porque, verá, mientras Saw hablaba, yo supe con absoluta certeza que había asesinado a Fernville.
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