~ Capítulo Cuarto ~

Mientras recordaba la escena con Saw, Holmes había ido agitándose más y más, sin apenas tocar la deliciosa comida que tenía delante. Yo estaba resuelto a no interrumpirle, pero no pude evitar una exclamación cuando emitió una afirmación tan tajante.

—Pero Holmes, ¿qué dice? ¿Cómo podía estar tan seguro?

—Qué cosas pregunta a veces, Watson; debería ser obvio hasta para usted —replicó mi amigo con inusitada ferocidad, inclinándose hacia delante con vehemencia—. Ese hombre estaba ahí, delante de mí, sin saber si tenía la policía pegada a mis talones, diciéndome con todas las letras que había estafado, que se había aprovechado, que había usado el dolor y la culpabilidad de un hombre para sacarle los ahorros de toda una vida, que había perpetrado un mito inicuo para…

—Holmes, eso no es ni de lejos razón suficiente para… —objeté, aprovechando la pausa que hizo para tomar aire, pero acto seguido me levanté de la silla con una exclamación de horror.

Durante su parrafada, el semblante normalmente pálido de mi amigo había ido enrojeciendo más y más. Cuando se detuvo para respirar vi que sus ojos se ponían en blanco, que palidecía bruscamente, y que se echaba hacia atrás con un jadeo ronco y los miembros convulsos.

Yo estaba familiarizado con la naturaleza nerviosa de Holmes, y en alguna ocasión había visto cómo su salud sucumbía a las terribles privaciones que imponía a su organismo cuando un caso requería de todas sus facultades mentales. Pero nunca había visto un ataque tan severo ni repentino, sobre todo teniendo en cuenta que Holmes no se encontraba especialmente debilitado. Me abalancé hacia él a toda velocidad, apenas consciente de la consternación que la escena estaba causando entre los clientes del restaurante; le desabroché el cuello de la camisa mientras mi pobre amigo respiraba entre estertores, le aferré la muñeca buscando el pulso, y pedí brandy a voz en grito.

Una risa suave me detuvo en seco.

—Es usted muy amable, Watson, pero me apetece un café primero —dijo el detective, incorporándose en la silla con toda tranquilidad y apariencia perfectamente saludable.

—¡Holmes! —exclamé, aliviado durante un segundo al ver que mi amigo estaba bien, e iracundo al siguiente cuando me di cuenta de lo que había hecho—. Holmes, esto es demasiado incluso para usted, ¡debería avergonzarse! ¿A qué se debe esta broma de pésimo gusto?

—Le pido mil perdones, mi querido Watson —replicó Holmes, contrito, mientras tranquilizaba al camarero con un gesto—. En verdad debo aprender a moderar esta afición mía por lo teatral. Pero cedí a un impulso perverso cuando quedó claro que usted no había percibido el punto clave en mi narración.

—¿Punto clave? —volví a mi silla, un poco mareado por los acontecimientos—. ¿De qué infiernos habla, Holmes? ¿Qué tiene que ver un ataque fingido con lo que me ha estado contando? ¿Me está diciendo que Fernville fingió su ataque?

—No, no, no, Watson —suspiró Holmes; acto seguido levantó ambas manos y las llevó a su camisa, abrochándosela lenta y teatralmente—. ¿Lo ve ahora?

—No veo nada —dije, más confuso que antes—. ¿Qué tiene de raro que se abroche la camisa? Yo se la había desabrochado antes, cuando ha llevado a cabo esa broma tan desconsiderada.

—Cierto, Watson, cierto. Usted, como un buen samaritano, acudió en socorro de un semejante que sufría, y realizó todas las acciones necesarias, o al menos aquellas que le di tiempo a realizar antes de «recobrarme». Y lo primero que hizo fue desabrocharme el cuello de la camisa para permitirme respirar mejor.

—Por supuesto, qué otra cosa…

—Sin embargo, recordará que Fernville llevaba su bufanda estrechamente anudada al cuello cuando lo encontraron, Watson —dijo Holmes gravemente. Vi la luz en un instante, como un relámpago cegador.

—Oh, Dios mío…

—Sí; Saw mintió cuando dijo que le aflojó el cuello. Describió perfectamente las acciones de alguien que intenta socorrer a un anciano, pero lo cierto es que no llevó a cabo tales acciones. Sabía que Fernville había tenido un ataque, aunque yo no había mencionado esa palabra. Estuvo allí, en efecto. Pero no como espectador horrorizado que intentó ayudar.

—Pero Holmes, Fernville pudo morir del ataque, fulminado, y Saw sencillamente no hizo nada por intentar reanimarle. Eso le convierte en un ser despreciable, pero no en un asesino.

—¿Entonces por qué mentir? Ya estaba confesando ante mí haber estado presente en su muerte. Si no le mató, ¿por qué mintió respecto a sus acciones? La mentira sobre aflojarle las ropas sólo tiene sentido si con ella estuviera encubriendo una acción mucho más siniestra. Algo frente a lo cual confesar tranquilamente una estafa no era nada.

«Yo vi todo eso en un parpadeo, y algo debió asomar a mi mirada, porque Saw abandonó su pose de tranquila insolencia. En ese momento me reproché de nuevo haber ido solo hasta allí. Había acorralado a una rata que aún podía morder.»

—Holmes, no intentará decirme…

—Usted tiene siempre la amabilidad de embellecer sus relatos para hacerme parecer infalible, —dijo Holmes, con una sonrisa triste—, pero soy tan susceptible de error como el que más, y cometí un error yendo allí solo y desarmado. Eché de menos su presencia y su revólver del ejército junto a mí, Watson. Saw era más joven y más fuerte que yo, y empezaba a darse cuenta de que su historia no me estaba convenciendo. Su nerviosismo aumentaba, y con él la probabilidad de que se decidiera por algún curso de acción violento.

«Me disponía a hacerle creer que su historia me había convencido, y a salir de allí para llamar a Scotland Yard lo antes posible, cuando Saw pareció resolver una lucha interna. Su rostro se ensombreció, y en un instante me encontré mirando la boca de una pistola apuntada directamente hacia mi pecho.»

***

Mi profesión no carece de riesgos, Watson. Usted lo sabe, puesto que ha compartido muchos conmigo, algunos de ellos ciertamente terribles. Pero raras veces he tenido un sobresalto mayor que cuando vi el arma de Saw apuntándome, no sólo por lo repentino del gesto, sino por el leve temblor que la animaba. Una mano firme empuñando un arma tiene sus propios terrores, pero un pulso alterado hace que la situación sea tan volátil que intentar razonar con el agresor puede ser contraproducente.

Me quedé inmóvil por completo, apretando el puño de mi bastón hasta hacerme daño en la mano, y sin saber muy bien qué hacer.

—No se mueva —dijo Saw. La voz le temblaba tanto o más que el pulso.

—No sea estúpido, Saw —dije fríamente.

—Que no sea estúpido… ¡Que no sea estúpido! ¿Quién es el estúpido, Holmes? ¿Quién está desarmado? Oh, ha sido usted muy listo hasta ahora. El viejo quiso ser tan listo como usted, ¿sabe? Me contó lo que usted dijo. Que el cuadro no encerraba ningún misterio. Quería saber si yo le había estado engañando.

Saw parecía cobrar fuerzas de su propia voz. Su mirada y su mano se hicieron más firmes. Yo me mantuve aparentemente inmóvil, pero dejé de apoyarme en el bastón.

—¡Si le había estado engañando! —siguió Saw con una carcajada—. ¡Casi tres meses le costó darse cuenta, y fue sólo porque llegó usted! Fernville era un cretino, y su sobrino no le andaba a la zaga. Si les hubiera dicho que era de noche cuando el sol brillaba fuera, lo hubieran creído. El recuerdo de su esposa muerta había sorbido el seso del viejo; veía su fantasma en todas partes. Parecía desear que el cuadro estuviera embrujado. Era el dinero más fácil que había ganado en mi vida, pero tuvo que llegar usted y estropearlo.

“Anoche aguanté que Fernville me gritara a la cara; aguanté que me tratara de ladrón y estafador, aguanté que me echara encima sus asquerosos escupitajos de viejo y que me dedicara toda clase de insultos.

“Entonces, de pronto, jadeó y se tambaleó, y yo… Le miré, miré mientras se ponía rojo, miré mientras alargaba la mano para apoyarse en mí. ¿Sabe qué? Sonreí. Yo había perdido mi fuente de ingresos, pero él no volvería a gritarme a la cara nunca más.”

Durante un instante Saw me miró con una sonrisa extendiéndose por su cara, la misma sonrisa que debió ver Fernville antes de morir. Las palabras surgieron de sus labios lenta y deliberadamente, con una especie de orgullo enfermizo que me provocó náuseas.

—Le empujé —dijo—. Le puse la mano en el pecho, le dejé ver lo que pretendía, casi me reí cuando vi la expresión en su cara. No hizo falta mucha fuerza; le empujé hacia atrás, así, y se golpeó la cabeza contra el mármol, y se quedó inmóvil. Le miré durante un instante; esperaba, no sé, que se levantara. Que el cuadro adoptara su rostro. Al fantasma de la mujer. Algo.

“Pero no pasó nada. No tuve miedo, ni antes, ni durante, ni después. Fue muy fácil.”

—De estafador a asesino —dije entonces. Saw abandonó su expresión soñadora y apacible; se abalanzó hacia mí y durante un instante pensé que iba a golpearme en lugar de dispararme, pero terminó agitando amenazadoramente la pistola bajo mi nariz.

—¡No se atreva a insultarme! —chilló, casi fuera de control—. Nadie va a insultarme nunca más. Ni usted, ni él.

Le miré en silencio un instante y decidí arriesgarme.

—La policía está aquí —dije con calma. Casi esperé la detonación del arma reventándome el pecho, pero durante un instante los ojos de Saw se abrieron con incredulidad, y luego se entrecerraron en súbita indecisión. Era lo que necesitaba, Watson; un instante de duda, un instante de confusión.

Lo aproveché. Mi bastón se abatió sobre el brazo que sostenía la pistola, mientras yo me apartaba a un lado tan rápidamente como pude. Sonó un crac, el arma se disparó, y sentí un fuerte tirón en el costado que me hizo trastabillar. Pero me recobré enseguida, con el bastón listo.

No hizo falta. Saw estaba en el suelo, aferrándose el brazo y gimiendo. La pistola, aún humeante, había caído a pocos pasos de él. La recogí de inmediato y le encañoné, jadeando un poco.

No ponga esa cara, Watson; no me había herido. La bala había atravesado un faldón de mi chaqueta, lamento decir que arruinándola para siempre. Saw tenía el brazo roto y se había derrumbado por completo; fue cosa de un instante avisar a la policía, y a partir de ahí todo ocurrió bastante rápido. Apenas había oscurecido cuando me encontré en la oficina de Lestrade en Scotland Yard, con el inspector mirando pensativo mi chaqueta destrozada.

—Bien, señor Holmes, por el modo en que balbuceaba hace un rato, no creo que nos cueste mucho sacar una confesión de ese tal Saw —dijo—. He mirado su ficha; tiene una lista de alias tan larga como mi brazo.

—Ya confesó ante mí antes —repliqué, cansado—, pero no creo que tenga dificultades en convencerle para que vuelva a hacerlo. Toda la frialdad que mostró después de asesinar a Fernville se derrumbó cuando se dio cuenta de que yo lo sabía; no resistirá un segundo interrogatorio.

—Bueno, bueno, lo veremos —dijo Lestrade—. Añadiremos también un cargo de intento de asesinato. Le fue de poco esta vez, señor Holmes.

—La pistola se disparó cuando le golpeé —expliqué, no por primera vez—. Admito que las intenciones de Saw hacia mi persona no eran precisamente saludables, pero no disparó para matarme, inspector.

—Aun así, aun así… Le fue de poco —repitió Lestrade. Aún parecía fascinado por mi chaqueta—. Un pájaro de cuenta, este Saw. ¿Y dice que todo lo hizo él?

—Fernville puso algo de su parte —dije secamente—. Fue él quien llamó a Saw por primera vez, y probablemente quien le dio la idea, aunque inconscientemente. Pero sí; la idea de alterar el rostro del cuadro, de inventarse falsos remedios, de hacer que Fernville dilapidara su fortuna… Todo fue cosa de Saw.

—Uno se pregunta por qué le mató, en ese caso. Al fin y al cabo, Fernville era la gallina de los huevos de oro.

—¿No ha escuchado nada de lo que le he dicho, Lestrade? Mi visita terminó con cualquier esperanza de seguir obteniendo dinero de Fernville, y cuando Saw se dio cuenta, bien… Ya sabe lo que pasó. No tenía intenciones homicidas cuando fue a la casa, pero aun así fue un asesinato a sangre fría, planeado y perpetrado en unos pocos segundos.

Súbitamente hastiado del caso, de Lestrade, y de Saw, me levanté y me dirigí hacia la puerta. Pero me detuve antes de salir.

—¿Sabe qué es lo más irónico de todo? —dije, con la mano en el picaporte—. Si Saw no hubiera dicho que le aflojó el cuello a Fernville, yo jamás hubiera podido probar lo que hizo. Si no hubiera hecho esfuerzos por encubrir su crimen, habría salido impune.

—Muchos criminales caen en ese error, señor Holmes.

—Un error que de nada les sirve a sus víctimas —suspiré. Lestrade no contestó, y salí del despacho, ansioso por volver a la paz de Baker Street y mitigar el regusto amargo que me habían dejado los últimos días.

***

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